Yo tengo un pueblo, lo mismo que tú. A lo mejor tu pueblo es fabril, o de montaña, o turístico. El mío es blanco.
Mi pueblo es pequeño, caluroso y engarzado en un territorio como un abalorio en un collar. Es un pueblo con su ayuntamiento, su iglesia, su fuente pública, la plaza con bancos, las cuatro calles pintorescas y su gente traginando por allí, tan agusto. Es un pueblo que se siente querido por los vecinos, como una mama por quienes se alimentan de sus macarrones.
Mi pueblo es mío porque míos son el recuerdo que guardo de él, el cariño que le tengo, la infancia que lo tuvo como escenario. Mi pueblo es de quienes lo habitan, lo regentan, lo construyen, lo limpian, lo visitan, lo recorren, lo buscan en el mapa, lo nombran o lo evocan. Mi pueblo es de sus habitantes y de sus invitados, de sus emigrantes y de sus emigrados. De todos los que lo transitan y de todos los que lo recuerdan.
Pero también tengo una ciudad con el cielo azul marino, y otra ciudad tan grande que te come, y otra ciudad donde nieva tanto que se paraliza todo, y otra ciudad que se encuentra situada en el norte, al fresco. Tengo cuatro.
Qué afortunada soy: tengo un pueblo y cuatro ciudades. Todos míos. Más míos, imposible. Absolutamente míos. También son de quienes los habitan, los regentan, los construyen, los limpian, los visitan, los recorren, los buscan en el mapa, los nombran o los evocan. Son absolutamente suyos. Más suyos, imposible.
Qué misteriosa es la posesión.