Parece que en todo quehacer artístico - literario o plástico - conviven dos aspectos que no siempre se suelen llevar bien.
El primero es el puramente catártico, el que pretende que la forma - sea esta la que sea - y, sobre todo, la materia artística, actúen como vehiculizaciones directas de las tensiones de la vida : la mano se lanza a escribir, a pintar, a esculpir.
El segundo es el propiamente creativo. Es decir, el que pretende formalizar más allá de los avatares vitales que hayan dado lugar al deseo de hacerlo: la mano no se mueve y , después, si se mueve lo hace con mucha delicadeza y precisión.
Pretender que el quehacer artístico se articule sólo en uno de estos dos aspectos es desconocer, por inexperiencia o por estupidez, la naturaleza del artista. Pero , sin embargo, aún aceptado el polémico binomio , el propósito de acentuar un aspecto sobre el otro sí puede ser una tarea para toda una vida.
Porque es más que evidente que el primer aspecto predomina en los pasos iniciales de la vida del artista, esos pasos en los que la vida y la creación aparecen como íntimamente unidas por más que estén en realidad desquiciadamente apartadas. Y el segundo emerge cuando, amansada la vida y medida la obra, se distinguen claramente ambas - y sobre todo la imperfección de la primera frente a la perfectibilidad continuada de la segunda - y el ánimo, siempre atento , se preocupa más de la materia y la forma de la obra que de los sentimientos encontrados- de los que, cómo no, también se ocupa.
Por todo ello convendría que el artista se preguntará a sí mismo de vez en cuando - y si no lo hace , convendría que se lo preguntará el buen amigo o el buen crítico -:" Mas allá de lo que has querido decir, ¿ qué has querido hacer ? ". Esta es la pregunta clave, también según Paul Valery.