(Un breve recordatorio de Susan Sontang)
Son más parecidos a la piedra
de lo que lo sería el mar si se detuviera.
Anne Sexton (Lo que saben los muertos)
Fotografía: Lalo Borja
Todos echamos de menos a seres queridos que conforman parte de nuestro universo, seres cercanos que brillan en nosotros como esos viajeros y lejanos reflejos luminosos que trasladan por el cosmos el recuerdo del fulgor de estrellas que se apagaron hace algún tiempo. Todos añoramos abrazos y presencias conocidas que antes nos arropaban. Todos tenemos altares íntimos en los que encendemos velas que otros no ven.
Hay, por el contrario, otros seres, algunos no mucho menos queridos que los anteriores, en cuya compañía hemos pasado inolvidables momentos, que en muchos casos nos son más próximos cuanto menos los conocemos. Me refiero a los escritores, esos seres con los que, a través de sus libros, vivimos con ellos intimidades que compartimos con escasas personas, y aunque estén muertos nunca los echamos de menos.
No se echa de menos a Dostoiesvki, a Faulkner o a Kafka, se leen sus libros. Para nosotros -por falto de compasión que suene- que el autor de Crimen y Castigo, un 21 de diciembre, fuera puesto con otros condenados a muerte ante un pelotón de fusilamiento y saliera indemne es menos importante que el hecho de que escribiera Los hermanos Karamazov o Memorias de la casa de los muertos. De la misma manera, los sueños y las penas del autor de La metamorfosis nos son menos queridos que los que llevan a Gregor Samsa a convertirse en insecto. Y es que, como diría el pobre Benji de El ruido y la furia, todo está fuera del espejo. Sólo el fuego está dentro. Como si el fuego tuviese una puerta
Hay sin embargo escritores que son excepciones a esta regla. Su ausencia es una pérdida que no disuelven sus escritos. Éstos suelen ser escritores que trabajan con materiales más efímeros, más deudores de la actualidad que de la eternidad o, dicho de otra forma, si -como asegura Vladimir Nabokov- lo más parecido a una definición de arte es belleza más compasión, ellos se encontrarían más inclinados hacia la compasión que hacia la belleza. No son estrellas que brillan a años luz después de haberse apagado sino imprescindibles farolas que, cuando se echa la noche, nos ayudan a caminar por las calles sin que nos perdamos en la oscuridad.
Una de esas escritoras era Susan Sontang, alguien que por ejemplo afirmaba con absoluta radicalidad sobre los horrores de cualquier guerra que "nosotros - y ese nosotros es todo aquel que no ha padecido algo semejante a lo vivido por ellos- no entendemos. No nos cabe pensarlo. En verdad, no podemos imaginar como fue aquello", y a pesar de eso nunca quiso ser sólo una mera espectadora Ante el dolor de los demás.
Susan Sontang se fue, ahora hace algo más de un año, en un metafórico día de los inocentes y su voz se echa de menos en un mundo lleno de sombras e ilustres culpables a los que ella era una de las pocas personas que se atrevía a nombrar.