Una de las escenas cinematográficas que más me ha impactado en los últimos meses, y tal vez en toda mi vida, aparece en una antigua película de François Truffaut, Besos robados, del ciclo de Antoine Doinel. Se trata del momento en que el protagonista se mira a los ojos en el espejo del lavabo y comienza a repetir su nombre en voz alta: Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel Antoine Doinel... Uno queda tan impresionado al verlo que no sabe si la escena ha durado dos minutos o veinte segundos. Da igual, parece una eternidad. El actor que interpreta a Doinel, Jean-Pierre Léaud, no sé si gracias a su técnica o a su talento natural -es uno de esos actores que no parecen ser capaces de hacer nada más en la vida que actuar, pero al mismo tiempo tampoco parece consciente de ello- consigue que asomen en la escena, por momentos, la risa, la desesperación, el miedo, la dulzura, el delirio, la tozudez, la fatiga, la pasión. Uno no quiere volver a ver esas imágenes, no sea que el mito se caiga, que pierdan el brillo que tienen en su recuerdo. Es una especie de poema aislado en medio de un libro en prosa, a la manera de los textos de John Berger, y por eso es difícil de interpretar, pero quizá porque la película lo refuerza constantemente, lo que a uno le queda después de "leer" ese poema es un agudo e inquietante sentimiento de lo absurdo. Todo es absurdo. La película empieza con Antoine Doinel en el ejército, arrestado, leyendo una novela en su celda. Cuando un oficial, mientras le firma los papeles de expulsión, le pregunta por qué alguien como él, un inútil en toda regla para cualquier tipo de actividad ligeramente marcial, ha elegido ir al ejército, contesta que no sabe, que tal vez por algunas lecturas decimonónicas que le influyeron, algunas novelas rusas. Es decir, por una razón estética. Se alista al ejército, claro, por qué no. Por lo mismo hubiera podido ser frutero como la madre de George Simenon, o fabricante de hielo en el trópico tras leer a García Márquez. Da igual: el mundo real, el de fuera de la literatura, le parece artera y porfiadamente absurdo. Esto nos hace pensar en la literatura -y Truffaut es de esos cineastas en los que se puede uno dar el lujo de no hacer distinciones entre cine y literatura- como refugio. No queremos decir que no sea absurdo leer o escribir. Es tan absurdo como todo lo demás, como trabajar de nueve a cinco, como ir a comer los domingos a casa de tus padres, como pedir un préstamo en el banco para comprar un coche. Exactamente igual de absurdo. Pero la diferencia está en que nadie le exige, a la literatura, que no lo sea. Tiene perfecto derecho a ser absurda, y eso la distingue de las otras cosas. Nadie tiene por qué comprar un libro y leerlo, y escribirlo ya ni te digo. Y, paradójicamente, ocurre que el lugar donde lo absurdo está permitido es el único que llega a tener sentido, porque es el lugar que donde no hay nadie queriendo hacernos creer que contratar un seguro de vida, por poner un ejemplo entre los infinitos que hay, no es una actividad sumamente arbitraria, ilógica, absurda. Si no creen que la vida es absurda, sólo tienen que ponerse delante del espejo y decir lo que hacen: soy fulano de tal, y hoy he enviado doscientos faxes. Soy mengano de cual, y hoy he trabajado ocho horas, sentado delante de una pantalla de ordenador. Si hacen esto cada día, se darán cuenta de que todo, todito todo, es o puede ser absurdo. Había un portero de fútbol en los años cincuenta, Ramallets, que dejaba un espejito y un peine detrás de un poste y, mientras su equipo atacaba, se peinaba el pelo engominado para estar perfecto cuando el equipo adversario volviera a su parte del campo. Quién sabe si repetía, ni que fuera para sí mismo, susurrando, su nombre al mirarse en el espejo como Antoine Doinel. Si todos, como él, lleváramos siempre un espejo en el que mirarnos, tal vez no podríamos más que leer, ver películas, escribir, jugar al fútbol, ese tipo de cosas absurdas pero queridas por nosotros en toda su absurdidad. Por cierto, el actor que interpretó durante años a Antoine Doinel, el mítico Jean-Pierre Léaud, nunca ha acabado de sacudirse de encima al personaje. Sin su cara, sin su físico (el de Léaud, el de Doinel, qué más da), las películas de Truffaut no hubieran sido las mismas. Tal vez no hubieran sido posibles, hasta tal punto el actor es inseparable del personaje, es decir, del mismo Truffaut. Tal vez Jean-Pierre Léaud, mirándose al espejo y repitiendo el nombre de su personaje, se hechizó a sí mismo y se coló dentro del absurdo, a vivir allí para siempre. A salvo del mundo. La realidad parece negarlo: me dicen que ha hecho alguna película en algún país escandinavo, con un prestigioso director, un tal Kaurismaki. No sé. Yo, en las fotos que he visto, no le veo a él. Parece otro. Ese no es Antoine Doinel.