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A mi padre
La memoria, a veces, tiene textura, color, peso específico, como una sonrisa meridiana. Recibo del ayer un dardo certero que acojo con su punto justo de paz y amargura. El recuerdo respira con el resuello senil de una estufa de butano, como aquella tarde festiva en casa de la abuela: las ventanas entrecerraban sus párpados en un gesto casi hosco para revestir de intimidad el trozo de crepúsculo que nos pertenecía. Diciembre hacía de las suyas. Una conjunción cálida de primos y tíos, silenciosos, absortos, tumbados de cualquier manera por los sofás o mullendo el suelo en torno a uno de aquellos aparatos de televisión panzudos y destartalados de los setenta. La pantalla nos servía una felicidad acartonada descrita en blanco y negro para uso y disfrute de los incondicionales del Régimen. Nos ofrecía la película la dicha fácil de una juventud irreal que confundía el inconformismo con el pelo alborotado, el amor abstemio de unos adolescentes contenidos y sin acné que no cedían jamás a la convulsión de los instintos. El salón de la abuela olía a café soñoliento y suavizante para la ropa, a pereza y nicotina. De esto hace más de treinta y aún no he aprendido a ver la tele sin morderme las uñas.
Y ella. Ella presidía el círculo de la tarde. La niña-mujer prodigio que tomó prestado de todas las niñas prodigio fabricadas antes que ella el mohín pajarero de sus hermosas manos. Lucía un flequillo díscolo, un rostro de ángel renegado de sus vuelos por exigencias del guión y dos ojos redondos y perennes como la noche que ahora la acuna.
No, no era más bonita que ninguna. Pero a su sonrisa meridiana, a su cara de ángel bajo arresto, al eco blanquinegro de su voz en el tiempo le debo hoy la textura, el color y el peso específico que, tantas veces, necesito adjudicar a mi memoria.