OPINION : "El miedo al hijo" inés matute
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mi dando saltos
de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mi como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo.
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado,
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano.
Y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas,
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
Canción del esposo soldado
Miguel Hernández.
Tras leer mi 400 euros en diez pasos Luke septiembre- una lectora me pregunta, como si una tuviese todas las respuestas a boca de chistera, el motivo por el cual muchas mujeres posponen la maternidad hasta el momento en que la concepción natural resulta inviable, pasando del todavía no al ya no con una ligereza que, aunque parezca espontánea, no deja de ir contranatura. Pasando por alto el cada vez más frecuente caso de la primípara añosa, esa triunfadora que nunca encuentra el momento dado que ello implicaría un sacrificio profesional o un riesgo laboral que no está dispuesta a correr, intuyo que las mujeres o las parejas- cada vez le tienen más respeto y miedo al hijo no programado. Desoyendo el reclamo natural y no, no todas venimos con instinto maternal de serie; ya es hora de que caiga el mito de los relojes biológicos- creo que el hombre actual siente miedo al hijo porque en general tiembla ante las grandes incógnitas de la vida, y, en especial, las de la vida en pareja. En occidente, crecemos instalados en un rígido sistema que prima ante todo la seguridad, un activo que hace que todo lo inesperado, lo lúdico y lo creativo se contemple como un tropiezo al orden planificado. En un mundo tecnificado hasta el límite, la vida no se ve como un bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse o una incógnita a la que no vale la pena enfrentarse. ¿Y si mi hijo no nace perfecto? ¿He entrado ya en la edad de alto riesgo?¿Qué males detecta, exactamente, una amniocentesis? Como en su día lo llamó Jaspers, la superstición científica también intoxica la vida familiar, y así, entre la psicología pop y la rigidez del balance económico, se agiganta el miedo al imprevisto: los padres de familias numerosas se consideran héroes, millonarios o excéntricos irresponsables. El amor de la pareja, exaltado y por lo tanto siempre insatisfecho, genera padres y madres que cuidan de una prole mínima, perfectamente calculada, que muchas veces parece más una extensión patrimonial que un eslabón más de esa larga cadena ribonucleica que empezó en Adán y Eva (no me gusta ser naif, pero a veces me lo pide el cuerpo) y que acabará en el niño microchipeado, más parecido a una lavadora que al simio evolucionado que en definitiva somos. La necesidad de trascendencia y fusión se resuelve así en un único descendiente; dos si la nómina es doble. Si una presta oídos a la Iglesia - a menudo a contracorriente de los tiempos- una paternidad generosa es signo de la profundidad y la amplitud del amor y el respeto confiado al niño-sujeto, que no es para mí sino para sí, para el mundo y para Dios. Dicho esto, y si se piensa en el triunfo de la responsabilidad y la cordura sobre la biología ciega y los índices de superpoblación del mundo, el niño no nato debería alegrarse, de ser ello posible, de que sus padres puedan cosechar abundantes éxitos profesionales, de que sus hermanos tengan acceso a un más alto nivel de vida y de que el mundo sea un lugar donde movernos con menos prieturas gracias a que él quedó eternamente confinado en el reino de la nada. El amor sin cargas ni temores añadidos se convierte así en un placer perdurable que se autodefine como la realización egocentrada de sí mismo. A través del aborto, se les niega la existencia a niños perfectamente sanos y también a muchos niños defectuosos que vendrían a deteriorar, aún más, la precaria estabilidad familiar y sentimental en que vivimos. Queremos niños rubios y ojiazulados, con altísimos coeficientes intelectuales, niños que lleguen en el momento oportuno, entre algodones y pagas extra, que no dinamiten una carrera ascendente, que no lloren ni incordien demasiado. Que no nos machaquen en el parto. Que no nos dejen unos kilos de recuerdo y un pecho estriado. Que no nos amarguen la vida. Queremos niños a la carta perfectamente programados. Queremos el control absoluto de nuestras vidas, compromisos amorosos con salidas de emergencia. Qué utópico. Qué absurdo. Queremos un imposible y sólo se nos ocurre recurrir a la ciencia. La ciencia, querida amiga, es en este caso el poder que algunos hombres ejercen sobre otros con la naturaleza como instrumento. Tú misma, tú escoges. Pero no te engañes: el control absoluto no existe. Encuentra al hombre de tu vida y asume junto a él tus propios riesgos.
Foto:Anne Geddes