Vivimos inmersos en una cultura de la inmediatez. Una cultura cuyos rasgos fundamentales son el presentismo, el sensualismo, el consumismo y una falta absoluta de cualquier perspectiva histórica o reflexiva.

Algo de todo esto ya se anunció en la década de los ochenta , cuando la avant-garde filosófica comenzó a hablar de la posmodernidad mientras se extendía un proceso de globalización económica que pretendía servir de matriz para todo tipo de manifestaciones sociales, políticas y culturales. F. Jameson en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado nos previno de lo que se nos venía encima, pero ahora casi todo aparece teñido, con la naturalidad artificiosa del sentido común, por esta manera de conjugar el mundo.

Así, desde los últimos años del siglo XX, el trabajo se concibe y se defiende inestable y variable, la amistad, como algo aleatorio y cambiante; el amor, plural en sí mismo; el sexo, rápido y de consumo; la comunicación, casi angustiosa de tan multifocal ; los viajes, como expediciones en turbo-diesel; las lecturas y los films, por no poner mas ejemplos, como folletines predigeridos de los que se sabe cómo terminan antes de comenzar. La cuestión es entretenerse desde un ayer olvidado hasta un mañana por olvidar.

Frente a todos estos fenómenos, como contrapunto a la inmediatez física y metafísica que nos rodea, los fundamentalismos de todo género se fortalecen cada día que pasa, en un ansia programada para aglutinar Algo Necesario (un Dios / una Patria/ un Estilo) que pueda conjurar tanta contingencia y tanto relativismo.

En este contexto, la recuperación del espíritu ilustrado, con sus capacidades reflexivas plenas y autocríticas, no parece sino una quimera. Y, sin embargo articular el deseo de encontrar, una vez más, el difícil equilibrio entre el tiempo y la duración, entre la contingencia básica y la necesidad razonada es uno de los grandes retos que nos esperan. Pues como decía Baltasar Gracián, allá por el siglo XVII : “ No pensando se pierden todos los necios”.