Llegó el otoño: tiempo de setas y de festivales de cine. Aún resuenan los ecos del Festival Internacional de San Sebastián y ya ha comenzado el de Cine Fantástico de Sitges cuyo transcurso se solapa con la Mostra Cinematográfica de Valencia, de más reciente creación, al tiempo que en la meseta calienta motores la Seminci de Valladolid. Y ello sin contar con el Festival de Málaga o el de cine iberoamericano en Huelva, cuyas fechas ahora mismo se me escapan. Resulta asombrosa la proliferación de certámenes cinéfilos (para no aburrir al personal paso por alto la mención de otros de menor entidad) en un país habituado a los lamentos de un sector que regularmente amenaza con pataletas ante las grandes dificultades que encuentra para producir sus películas y distribuirlas en los cines patrios. ¿A qué intereses responderá entonces la organización de tanto festival de cine? ¿Correrán el riesgo de transformarse en instrumentos dirigidos a potenciar la imagen de las ciudades organizadoras ahora que la política cultural parece haberse convertido en un arma de utilización masiva por parte de las instituciones de ámbito local? ¿Sería mucho pedirles un plus de coordinación con la industria del cine español por ver si tanto esfuerzo y tanto dinero invertido podría de algún modo acabar redundando en mayores oportunidades de exhibición en los cines para las películas españolas? ¡Ojalá fuera así! Claro que entonces lo más difícil estaría aún por llegar: conseguir que dichas películas mantengan el interés de los espectadores desde su inicio hasta su conclusión.