OTROS - Opinión: "Los Nortes imaginarios" enrique gutiérrez ordorika

Norte es una de esas palabras mágicas que trascienden su significado relativo y modifican la sustancia de aquello que ilustran. Son palabras que más que nombrar parecen crear su propia realidad. Quizás por eso, a pesar de que habitamos en la Europa meridional (compartimos más o menos paralelo con Florencia, Varna o Tbilisi), nuestro carácter sea norteño, quizás por eso la nostalgia de nuestros días de lluvia sea mucho más nórdica que mediterránea.

Todo Norte es una estancia imaginaria que permanece intacta tras una línea invisible que viaja con uno; lo mismo representa el Sur, aunque con la lateralidad alterada como la de una imagen observada en el espejo. El agua gira en distinta dirección en el desagüe de un lavabo antártico que en el de un lavabo ártico, lo explica el efecto de Coriolis.  El Este y el Oeste, sin embargo, son nómadas y circulares como el alba y la luz del crepúsculo, como Attila y los bárbaros invadiendo las tierras del poniente, como Ulises embarcando para comenzar de nuevo la odisea, como el doctor Jekyll y mister Hyde. Los cíclicos reyes de los hunos siempre regresan con la misma ambición: llevar sus dominios hasta el último borde del mundo. Su sueño es galopar donde no crece la hierba ni  humea el polvo, tocar con las pezuñas de su caballo el salitre del inmenso océano, dar un sorbo a la eternidad. Persiguen al sol, un astro fugaz. Buscan alcanzarlo y hacer que se detenga antes de su ocaso, idolatran el cénit.

De algún modo, la inmovilidad es el ideal de todas las quimeras. Un ideal brillante, lejano e inconmovible como el destello de la estrella polar que fija el Norte en el rabo de una constelación, con forma de pequeña osa, a la que cada día alzamos menos la mirada los ajetreados habitantes de la ciudad. El norte se ha hecho invisible, la hoja de la brújula resulta inútil para buscar en la calle una parcela de aparcamiento. Ese es el éxtasis actual que define una existencia de horizontes “domésticos”.

Sin embargo, en su origen, los puntos cardinales representaban  el intento de las ilusiones humanas de ordenar el tiempo histórico y el basto desierto del espacio geográfico abarcando el infinito, que -como diría Valery- “es bien poca cosa, apenas una cuestión de escritura, porque el universo sólo existe sobre el papel”. En la mitología hindú los puntos cardinales se asociaban con cuatro reyes celestes que protegían de los demonios; en las eddas vikingas con cuatro enanos  que sostenían el cráneo de un gigante llamado Ymir, al que asesinaron los hijos de Borr y construyeron con él la bóveda celeste. Bajo su manto habita Hamlet el danés, “el de la calavera, aquél de las parábolas” que señala Seamus Heaney en los versos de un hermoso poemario titulado escuetamente Norte. El cielo también se construye en la oscuridad y en las insolentes incursiones de nuestras ensoñaciones cotidianas. Aunque, como también advierte el poeta irlandés, hay que mantener el círculo que perfila el iris del ojo limpio como el carámbano para proseguir la búsqueda, confiando, eso sí, únicamente “en el tacto del trozo del tesoro que han conocido nuestras manos”.  



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