LITERATURA: Bestiario - josé morella
La Habana, 1961. Agencia de noticias Prensa Latina. Por un error mecánico, llega un cable lleno de signos ininteligibles. Uno de los periodistas, al recogerlo, se emperra en creer que es un texto en clave que hay que descifrar. Su jefe no le hace demasiado caso. Se lleva el cable a su casa y pasa noches en vela, obsesionado en entender su contenido. Cuenta tan sólo con un libro de iniciación a la criptografía, y nunca antes ha intentado decodificar un mensaje cifrado. Finalmente lo consigue: los yankis están preparando a mil quinientos contrarrevolucionarios que desembarcarán en playa Girón, debió de decir cuando apareció en la agencia. La tozudez de un hombre, por sí sola, permite a Fidel Castro estar allí, esperando, y repeler la invasión con una calma que, en plena guerra fría, resultó desesperante para el gobierno de Kennedy. La agencia de noticias Prensa Latina fue creada a instancias de Castro por Jorge Ricardo Masseti, periodista argentino que estuvo en Sierra Maestra con el Che Guevara. El mismo Guevara pasaba por allí de vez en cuando a charlar con Masseti, a tomar mate, a beber ron. El obstinado periodista que tradujo el mensaje cifrado y que, seguramente, cambió la historia, era el gran escritor argentino Rodolfo Walsh.
En España se conoce muy poco a Walsh. España, esa cueva sin resonancia, ese país sin humor o con un humor de escayola, ese estar rígido y presuntuoso. Nos cuesta años enterarnos de lo que pasa ahí afuera, en el mundo. Seguimos siendo esa caricatura del español que Cortázar hace en Rayuela, esa estolidez del discurso, esa ignorancia emocional. Walsh fue editado aquí en 2003 por Espasa, e inmediatamente tragado por la vorágine editorial de títulos que nos aplastan. Ni siquiera nos dimos cuenta de su llegada. Ni siquiera llegó. La primera vez que leí a Walsh fue en Buenos Aires, en 1996. Alguien me prestó Operación Masacre, una obra maestra del periodismo de investigación que trata sobre el asesinato de unos dirigentes peronistas en 1955. Walsh tenía 30 años y se jugó literalmente la vida para escribir el libro. Pero Walsh era mucho más que un periodista. Nació en la Patagonia, hijo de irlandeses pobres de solemnidad, y estuvo recluido en un colegio irlandés para chicos sin recursos. Fue consciente muy pronto de la injusticia social y de la tragedia de su patria, que no era la argentina sino la totalidad de la clase oprimida latinoamericana. En su lucha contra las dictaduras instauradas en el cono sur se hizo revolucionario en Cuba, y después montonero. Perdió una hija antes de morir, también comprometida con su misma lucha. En 1977, cuando tenía 50 años, metió en un buzón una carta Carta abierta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar- en la que denunciaba su situación de perseguido y culpaba a los milicos de torturas y asesinatos. Al día siguiente fue asesinado en plena calle por los represores a los que iba dirigida aquella carta.
Pero hay más. Walsh no solo era un militante montonero, un elemento de resistencia política. Era un escritor de una altura insospechada. Sólo su compromiso con la revolución le impedía sentarse el tiempo suficiente para escribir la gran novela política de este siglo, y de él nos quedan hermosísimos cuentos, narraciones de una calidad desgarradora. El equilibrio, en sus cuentos, entre estilo y carga social es insuperable. Hagan la prueba: compren el libro de cuentos Un kilo de oro (Ediciones de la Flor) y lean el cuento Cartas: cuenta la historia de un jornalero, Moussompes, a través de una narración en la que se intercalan las propias cartas de Moussompes, repletas de faltas, primitivas, y a la vez magistrales, tan expresivas como sea posible imaginar. Este jornalero intenta sobrevivir de su trabajo, darles una buena educación a sus hijas, vivir en definitiva con dignidad. Intenta comprar cabezas de ganado, emprender un negocio, progresar un poco. El texto explica el desvelamiento de la conciencia de Moussompes. La historia es simple, es la de siempre, la tan repetida en tantos lugares del mundo. Un terrateniente compra a la policía, al juez y a quien haga falta para que Moussompes acabe acusado de ladrón y encarcelado durante años. El lector es obligado a pasar por el mismo proceso por el que pasa el protagonista. De no entender a entenderlo todo. Al principio cuesta ver el sentido del cuento. Hay una cascada aparentemente desordenada de voces, de personajes, que no encuentran su cauce. Se confunden en una madeja que van formando los párrafos, las líneas como un hilo caprichoso: policías, hombres que juegan a las cartas, chicas adolescentes... Este entramado joyciano parece aguantase tan solo en su sonoridad, en su forma, sus palabras como ladrillos que forman un muro que tapa el sentido, pero un muro que, paradójicamente, de tan bien hecho, produce una especie de sentido gracias a su misma contemplación, como la quietud de los reptiles en un terrario, como dunas húmedas. El texto se hace una malla espesa que recuerda la perfección de un Onetti o de un extaño Rulfo patagón. Walsh no cede ni un instante, no baja la guardia ni un solo adverbio, ni una sola coma. Poco a poco, pasamos a ver mejor, a entender mejor. Cuando acusan a Moussompes, cuando lo encarcelan. El cuento se va abriendo como un capullo de rosa, y esa verdad es olorosa y roja como la sangre asesinada de América Latina. El cuento, que empezó hermético, se va aclarando hasta acabar con una de las cartas garabateadas y llenas de faltas, escrita desde la cárcel, por el mismo Moussompes: yo no pienso morir nunca yo pienso volver con los Ejercitos cuando no haya una mata de pasto porque haora estoy del lado de los Ejercitos: entonces van hacer las deapeso no va haber compasión. Tengo acistente, la gente muy pobre, y ya no puedo ver mas lastimas que las mias.
Walsh nació en la Patagonia. Su ciudad, Choele-Choel, es curiosamente el lugar exacto donde terminó la Conquista del Desierto, campaña en la que el general Julio Argentino Roca aniquiló por completo a los indígenas de Argentina, y acabó, de un plumazo con el problema indígena. ¿Problema?, se dijo el general, ¿Qué problema? Walsh nació, pues, en el mismo sitio en el que había muerto el último indígena patagón en 1879. El imaginario colectivo decía, sobre los patagones, que eran gigantes. Guerreros gigantes y valientes. Así lo creyeron los conquistadores españoles, por ejemplo, que les tenían gran temor. El último gigante patagón, Rodolfo Walsh, también fue aniquilado, también por generales, también en campañas militares. Los patagones, qué destino terrible, qué destino gigante.