LITERATURA: Bestiario - josé morella

Se entiende perfectamente, después de leer la novela Las amantes (El Aleph), de la austriaca Elfriede Jelinek, por qué en su país resulta una intelectual tan incómoda y por qué ha levantado tal revuelo que le concedan el premio Nobel. Cualquier alma mínimamente, cómo decirlo, bienpensante que se asome a la narración se estremecerá de la angustia, si es que no la deja antes de la página 10. Muchos no sólo la dejarán, sino que la tirarán al contenedor de reciclaje de papel (hay que ser ecológico, etc) antes de que algún niño, adolescente o –sobre todo- mujer pueda sentirse curiosa y la lea. Sin embargo, nosotros no podemos sino (a nuestro pesar, como explicaremos más abajo) recomendarla.

El título de la novela cumple una función irónica, ya que nada más iniciar la lectura se da uno cuenta de que las dos chicas protagonistas, dos chicas que quieren casarse y que lo consiguen, una en el campo y otra en la ciudad, jamás han amado a nadie. Son incapaces de amar. Ninguno de los personajes de la novela es capaz de amar. De modo que detrás de la expresión Las amantes flota y se va haciendo visible otro título, que no está: Las que odian: “a pesar de que brigitte odia a heinz, ella quiere conseguirlo para que él le pertenezca completamente a ella y a ninguna otra. si b. ahora ya odia a heinz, antes incluso de haberlo conseguido, cómo llegará a odiarlo si algún día, lo que es más que dudoso, lo llega a conseguir para siempre y eternamente, y no tiene que esforzarse en conseguirlo”. Como se ve, Jelinek no usa las mayúsculas para nombrar a las personas, ni para comenzar las frases. Incluso llega a usar simples iniciales minúsculas para referirse a sus protagonistas. Todo son refuerzos para la idea principal, la cosificación de los personajes mediante la amputación de lo que tienen de humano. O mejor dicho, lo humano está representado por los sentimientos menos prestigiosos, como la ambición, la estupidez, que maldad, el odio. El personaje de brigitte es minúsculo éticamente, como minúscula es su b inicial. Es una persona idiota, que no tiene perspectiva; ese tipo de persona que sólo ve lo que tiene justo enfrente de los ojos y para conseguirlo atraviesa paredes si hace falta. Pero no es una tonta bobalicona o bonachona, sino que responde más bien al tipo de tonto cuya incapacidad para ver los matices de la sociedad le convierten en mala persona. El tonto cuya estulticia le impide ver las cualidades de los otros, y que ante cualquier obstáculo en la vida responde con una agresión. Ese tipo de persona que, en el caso de ser tratado con generosidad, es decir, con una amabilidad que no pide nada a cambio, se descoloca y no sabe cómo reaccionar. Arremete como un toro de lidia sin torero que quiera matarle.

Jelinek estructura la novela a partir de varios deslizamientos. Primero, hay un deslizamiento de la forma, que tiene que ver con la puntuación y los títulos de los capítulos. La sequedad formal toma sentido respecto de la sequedad de los personajes, de su limitación vital. Su descripción se hace con palabras rasas como ejércitos de orugas, hasta tal punto que no parecen merecerse sus propios nombres propios. También hay un deslizamiento semántico: el deslizamiento amor-odio: en esta extraña novela sentimental, correlato de las novelas rosa, el odio toma el lugar del amor. El procedimiento es el de desnudar absolutamente el pensamiento de los personajes de todo wishfull thinking, es decir, de todo aquello con lo que nos engañamos a nosotros mismos en nuestra vida sentimental. Es como si el lector pudiera entrar en la mente de unos personajes incapacitados para pensar otra cosa que la verdad. De modo que lo que el lector obtiene es eso: la verdad. Una narración casi insoportable. La verdad de esta novela es que el amor es una mentira con la que nos dejamos dormir por las noches, y que lo que nos mueve en realidad es un instinto de sobrevivir mediante el odio y la posesión. Cuando del amor hemos extirpado todo florilegio, todo vagaroso sentimiento melifluo y literario, queda, como ceniza después del cigarrillo, la verdad: el odio genérico hacia la humanidad, que se expresa en un obsesivo y convulso deseo de embarazo, hijo, marido, casa, jardín y coche, gracias a los cuales se podrá seguir teniendo asegurado el odio durante años, el odio a los demás y a sí mismos. De ese modo, la novela sentimental se desliza a otra cosa, que podríamos llamar subgénero de la novela salvaje. Esa novela que repele de tal modo cualquier tipo de concesión a la tranquilidad del lector que, de hecho, llega a aludir a él en un par de momentos para acabar de destrozarle el ánimo: “¡a cambio de su dinero no puede usted esperar aquí descripciones de la naturaleza¡ esto no es el cine”, o “nadie piensa en el bosque como en un paisaje. el bosque es un lugar de trabajo, no estamos aquí en una novela bucólica”. El discurso prototípico del amor y la familia se desplaza por el lenguaje básico y verdadero de lo que se esconde en el amor y en la familia, es decir, lo que no se esconde, lo que no hay. Un discurso ausente durante siglos, pero verdadero, que parece emerger aquí con el demoníaco aspecto de libro: páginas pegadas unas a otras, cubierta, título, foto. La foto de Jelinek, por cierto, nos muestra a alguien que tiene pinta de médium, pero que es justo lo contrario a lo que entendemos por médium. Nos conecta con lo oculto, pero lo oculto es lo contrario a lo esotérico, a lo fantasmático. No hay espíritu del amor. Hay supervivencia, odio, asco, y eso es lo que la tradición cultural occidental nos ha ocultado. Necesitamos un nuevo médium que saque a flote la basura real.

De modo que tenemos ya aquí el deslizamiento mayor: la literatura desliteraturizada, exenta de estilo. Frases salvajes y duras, escritas con una especie de aparente dejación en lo que toca a su propia escritura, desapegadas, resentidas, que forman una novela que quiere resistirse a toda reificación de la literatura, es decir, convertida en lo menos parecido a un objeto de consumo que un libro puede ser. Pero siéndolo todavía. Su manera de ser un objeto de consumo es habitar el límite (pero el límite por dentro) de lo que resiste ser leído por un humano. Pero quien la consume, es decir nosotros, los burguesitos de la literatura, aunque se nos cae el alma al suelo leyéndola, la leemos (le han dado el Nobel, etc) y todavía somos capaces de digerirla y escribir un texto sobre ella, convirtiéndola en parte inalienable de lo que Guy Debord llamaba con acierto cultura del espectáculo. Léela, le decimos a los amigos, es brutal. No deja títere con cabeza. Léela y luego sigue odiando / amando a tus congéneres tranquilamente. De algún modo, tanto el texto como la manera de consumirlo o convertirlo en un objeto de consumo recuerda al movimiento cinematográfico Dogma, y a las películas de Lars Von Trier en concreto, que fallan en su intento transformador o revelador de la falsedad del mundo precisamente por la enorme traición del mundo al que van dirigidas, que las consume y las disfruta sin necesidad de cambiar un ápice su vida, su cruel, por inconsciente e incoherente, vida cotidiana. Vemos Dogville, salimos escandalizados pero felices y trémulos de tanta autenticidad, de tanta sinceridad, y nos conducimos con nuestro temblor y con los ojos brillantes del miedo al restaurante de la esquina, donde nos comemos un kebab con una cerveza y durante un rato discutimos con los amigos sobre alto cine, sobre alta literatura. Y luego, a dormir.


Elfriede Jelinek


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