LITERATURA: La quinta columna - "Pero la muerte mientras tanto " luis arturo hernández

(Reseña de Morir en Sicilia, de Rubén Loza Aguirrebere. Ed. Bassarai, 2005, Vitoria.)

“Abrí el libro.
Tenía muchas historias; cada historia era la expresión de un pequeño misterio; en cada sombra se veía una vida, y en cada final, un comienzo.”

No, no es una sucinta síntesis crítica de la colección de relatos, sino la valoración que el personaje-narrador hace del Livre de mensonges en Soñar despierto, penúltimo relato de Morir en Sicilia, del escritor uruguayo Rubén Loza Aguirrebere, y recién aparecido.
Y es esa voz del periodista y crítico la que asoma como narrador-autor –bajo la égida de Hemingway, con tono barojiano de fondo-, en el relato del “hallazgo” del manuscrito encontrado –Soñar despierto- o robado –El hombre que robó a Borges-, el texto inédito –Ángeles en París- o la carta apócrifa –Carta (perdida) de Scott Fitzgerald-; o que hace de las citas literarias –La bufanda blanca-, los artículos de viajes –Morir en Sicilia- o la noticia de prensa –La tijera de Onetti- el desencadenante o el desenlace final del relato. Porque el narrador encuentra en la letra impresa la llave de acceso al sueño compartido que es la escritura y en él la clave que lo devuelve, con estilo memorialista melancólico, a la vida de este lado, como testigo o, a veces, narrador periférico partícipe de la acción, como ocurre en las ensoñaciones –Flâneur o Soñar despierto- o en el salto deliberado a 1ª persona –Una tarde de 1889-, hasta instalarse en una forma autobiográfica –Federico en el columpio- que se identifica con el narrador-autor implícito, uruguayo –de Minas-, bibliófilo y viajero, susceptible de ser confundido con la biografía de Loza Aguirrebere.

SUS ÚLTIMOS SUSPIROS o LA SOMBRA DE HEMINGWAY ES RECORTADA

-Vive acostado –dijo la mucama-, medio vestido, escribiendo y durmiéndose... es un señor extraño.
Rubén Loza Aguirrebere, Morir en Sicilia

Esa bibliofilia-rayana en mitomanía de culto-, la magia simpática de una escritura que llama a la escritura, es la que determina que buena parte de las tramas de estos relatos se centren en la figura de autores admirados por Loza, a quienes rinde su último homenaje - “a la manera de”-, recreándolos en su último momento, exhalando “su último suspiro”.
Así Hemingway –Volverás a ver los árboles-, Baroja –Soñar despierto- o el criollista (noventayochista, diríamos por estos pagos) José Enrique Rodó –Morir en Sicilia-, que se van a la orilla oscura con su misterio indescifrable; o instantáneas que inmortalizan, en vida, a autores de ambas orillas del Río de la Plata desaparecidos, como Borges –El hombre- u Onetti –La tijera-, antes de convertirse en un “tumbao sin nombre” siguiendo la misma tradición de Rodó, o a americanos del otro lado del Misisipí –F.S. Fitzgerald-.

FLAUBERT EN URUGUAY o DE LO QUE PUDO HABER SIDO Y NO FUE

-Eso es lo mejor que nos ha ocurrido en toda nuestra vida –dijo Fréderic.
-Sí, tal vez. Es lo mejor que hemos tenido –dijo Deslauriers.

Gustave Flaubert, La educación sentimental

Y esos secretos del corazón son los que se ponen en escena en algunos de los mejores cuentos, aquellos que se ambientan en la infancia o la adolescencia, como Federico en el columpio o La bufanda blanca -flaubertiano relato sobre el remordimiento del joven iniciado en la prostitución, tierno y grotesco, resuelto con un bucle final que se diría el movimiento envolvente de una bufanda de prestidigitador de magia blanca cerrando el círculo (del Purgatorio) y que, en su carácter cíclico, se asocia con El hombre o Soñar-.
Y pieza excepcional, bajo el reconocido magisterio de “Papá” Ernesto -mentor tutelar del estilo del autor cuya omnipresencia se hace extensiva a este “taller de sueños”-, es ese cuento redondo, ejemplar de la narrativa (norte)americana, titulado Noche redonda.
Pero esa primera persona narrativa, que se remonta a la niñez –la provincia “oriental”, los matreros hamacándose, la luz del ayer, los cafés, el bote en el río o el ombú-, dejará paso a la épica de milonga de escritores criollistas –Una tarde- o al pastiche de la visita a la laberíntica casa de Borges -El hombre-, al agrio existencialismo de la Santa María de Onetti –La tijera- o al estilo de aquel “nuevo periodismo”de Hemingway –Volverás, correlato del de su compañero de “degeneración perdida” Fitzgerald en ¿Santa María?-.
La vida, en definitiva, como esa oscura frontera en que se dan cita los idos que desde el más allá se niegan a echar tierra sobre el asunto o quienes, arrastrados por la pasión, aceleran sus pasos al encuentro del más allá, en la tierra de nadie de la destrucción o el amor, abrazo de vida y muerte que hace del hombre un ser medio vivo o medio muerto y, parafraseando el relato de Martínez de Pisón, se titularía “la muerte mientras tanto”.
Lástima, finalmente, que este obituario del panteón literario de Loza no haya rendido tributo de admiración a su coterráneo oriental Felisberto Hernández, cuentista inimitable a quien semejante ventrílocuo habría sabido devolver la voz con un “cuento inacabado”. ¿O, por qué no, puestos a pedir, una evocación de Carlos Reyles y El gaucho Florido?

“Decir que las leí con fatiga sería mentir. Me parecieron las notas de un taller de sueños. Eran historias escritas con esa fe solitaria y libre de los poetas.”
Y no puede uno por menos que suscribir las palabras del narrador sobre sus “fuentes”
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