LITERATURA: Bestiario - josé morella

En la obra Dialéctica de la Ilustración, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno nos avisan de que “la historia de la civilización es la historia de la introyección del sacrificio. En otras palabras: la historia de la renuncia. Cada uno de los que renuncian da de su vida más de lo que le es restituido, más que la vida que él defiende”. Nos hemos acordado de esta cita leyendo la última novela de J.M. Coetzee, "Hombre lento". La novela comienza con un accidente de tráfico en el que el protagonista -un fotógrafo retirado, viejo, bastante solitario, relativamente feliz con su misantropía- pierde una pierna. Toda la novela bascula sobre el eje de la posible renuncia. El protagonista, siempre desde el exterior, es instado a renunciar al amor entendido como pasión, al sexo, a la belleza física, a esa vida especular en la que gustamos y nos gustan las personas, ese estar en el mercado, como lo diría un escritor de libros de autoayuda. El mundo, de distintas maneras, le dice: ahora que ya eres un viejo y, además, un lisiado, ¿quién se va a apasionar por ti? Debes retirarte, buscar compañía, cuidados, alguien que te aprecie, que te cierre los ojos cuando te haya llegado la hora. Pero no amor, no pasión. Eso sería patético. Debes renunciar. Y el protagonista, Paul Rayment, no renuncia. Les manda a freír espárragos y se enamora perdidamente de una mujer casada y mucho más joven que él. Otra cosa, claro, será lo que la vida le tiene preparado. La mujer de la que se enamora es una inmigrante croata, una universitaria culta que, en Australia, donde ocurre la novela, trabaja cuidando viejos como Paul Rayment. Viejos solos, impedidos. Ese es el tipo de trabajo al que Australia la rebaja. Lavarles el culo y curarles los muñones a los viejos. Sin embargo, no se queja nunca. Trabaja con seriedad, a conciencia. Está casada con un mecánico (en Australia: en Croacia, ese vulgar mecánico era famoso por ser restaurador de antiquísimos objetos, juguetes de otras épocas) y tiene tres hijos, criados en Australia casi por completo. Australianos. Aunque esta novela se deja leer en muchas claves (es una versión moderna del Quijote, o una reflexión sobre la vejez, o sobre la escritura, o sobre el amor, o sobre el sexo, o sobre lo privado y lo público, o...) aquí nos ceñiremos a una de las lecturas: la otredad, la inmigración, la identidad nacional. Este libro debería ser de lectura obligatoria en las universidades de este país, del que muchos piensan que es el único lugar del mundo con problemas de identidad nacional, cuando en realidad hay pocos lugares en el mundo en los que no haya problemas de identidad más graves que los nuestros. La familia de Marijana, la mujer croata, sí que ha renunciado: la historia del mundo se mueve gracias a las renuncias de millones de inmigrantes como ella, que a cambio de cierta idea de progreso dejan atrás una posición social, un país de tradición histórica fuerte, con el poso y la calidez que dan los siglos de cultura, para cambiarlo por otros lugares áridos y nuevos, fríos, nada acogedores para ellos como Australia, Estados Unidos o Canadá. Avanzando en la novela descubrimos que Paul Rayment, al que creíamos Australiano de toda la vida, no lo es: tiene un pasado y un rasgo en común con la familia croata. Su opinión sobre el problema de la identidad nacional se zanja en una línea: para mí el hogar (léase la patria, home, en inglés) no existe: yo solo tengo residencia. Resido en Adelaide, Australia. Eso dice. Paul Rayment no asienta sus derechos de ciudadano en ningún tipo de sentimiento no objetivable o difuso, del tipo “amo a mi país”. Eso es lo que hacen los que se creen con derechos previos, adquiridos, que los inmigrantes no deberían tener. Como si ser “europeos viejos”, por ejemplo, fuera una garantía. Nada menos que Europa, lugar de tanta sangre, de tanta ignominia. Pero desde el punto de vista del emigrante, de alguien que viene de fuera a buscarse la vida y que no tiene nada, es muy difícil luchar contra cosas que no son objetivas, contra prejuicios que tienen que ver con sentimientos, en definitiva contra el orgullo patriótico e identitario. Amar a la patria es, hoy en día, una forma de relegar, de discriminar. Eso nos está diciendo Paul Rayment, o al menos eso leemos nosotros que dice. El que habla es J.M. Coetzee, Sudafricano; Sudáfrica: ese lugar en el que los blancos (y Coetzee lo es) sometieron al esclavismo y vejaron sin fin a los negros hasta hace cuatro días. Por eso él ha vivido en todas partes menos allí: en Londres y en Australia, que sepamos. Nos dice que, tal y como están las cosas, el orgullo (al menos el referido a un país o comunidad fuerte en el sistema capitalista global) es un sentimiento patético, un problema, una injusticia. Pronto no habrá barreras, y el mundo, si eso de verdad ocurre, sólo puede ser mejor. Sin embargo el personaje de Paul Rayment no es inocente: al enamorarse de Marijana amenaza la estabilidad familiar de la mujer, la posición de sus hijos, la vida de una familia entera: como tiene más dinero que ellos, de algún modo les chantajea, aunque sea movido por un amor que le ciega. Les promete estudios para sus hijos, les propone hacerse el “padrino” de la familia. La lección que le da la familia de Marijana al completo es compleja, dura y dulce al mismo tiempo. Es una lección magistral, porque es una lección de amor y tolerancia. Merece que vayan ustedes a la librería sin falta, hoy mismo. Si leen en inglés, merece que se gasten la diferencia de seis o siete euros que distingue el original de la traducción, porque el idioma de Coetzee es afilado, depurado, cristalino. Coetzee, como su personaje, es un extranjero por definición. Un extranjero de la vida. Los extranjeros depuran lenguaje obligatoriamente. Como los inmigrantes. Paul Rayment, aunque habla inglés con total fluidez, dice que, al no ser su lengua materna, siempre tiene la sensación de ser un muñeco de ventrílocuo: “no soy yo el que habla el idioma, es el idioma el que es hablado a través de mí”. Es una buena definición de escritor y de escritura, una de las muchas que aparece en la novela. Otro personaje le acusa de hablar eligiendo las palabras en todo momento, incluso en situaciones extremas para él mismo, cuando la vida le pide que hable desde el corazón, que se inmiscuya en su propio discurso, que ame, que se enfade, sin ese intercesor demasiado visible, el lenguaje, que le obliga a escuchar su propia vida en lugar de vivirla. Es un observador, no un aventurero: otro rasgo del escritor. Esa identificación escritor-extranjero-inmigrante, que supone una fractura entre lengua y realidad, una dificultad para integrarse en algo, para formar parte de algo, puede parecer un problema: lo que dice Coetzee es que no lo es; todo lo contrario, más bien es una ventaja. Una ventaja moral. Sigue a rajatabla la idea de Horkheimer y Adorno: renunciamos a la identidad esencialista, a la lengua “propia”, y gracias a esa renuncia la historia tal vez avanzará. El problema es que pocos seguirán con gusto el consejo (que ni siquiera es presentado como tal por el autor, demasiado delicado, demasiado consciente para dar consignas o algo que se le parezca), de modo que todo, en definitiva, se trata de un fracaso asumido. Como la escritura. Para terminar, daremos una de las definiciones de escritura que, disfrazadas, se dan en la novela: “herida del corazón”. La palabra que elige Coetzee para “herida” es blessure, una palabra francesa, pero se establece un juego con la palabra inglesa bless, “bendición”. Ahí es nada.



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