En algunas calles del centro de Shanghai, bajo la luz mortecina de las farolas, el paseante se cruza a menudo con las Diosas de la noche. En su mayoría son jóvenes muchachas que acaban de llegar de los cada día más desolados campos de China en busca de un sueño lejano a la miseria. Otras, más curtidas por la edad y los avatares de la vida, ya llevan mucho tiempo habitando en las largas y promiscuas sombras de la madrugada.

Shanghai siempre ha sido famosa por sus noches de ocio y lujuria. Desde la derrota china en la guerra del Opio, en el ya lejano siglo XIX, cuando la ciudad se vio obligada a ser un puerto abierto al comercio internacional por la política imperialista inglesa, Shanghai siempre ha sido cobijo del mercado del placer y los ojos negros de hermosas mujeres. Desde entonces se ha ido repitiendo la misma historia de la prostitución en las calles de la ciudad. En estos dos siglos, Shanghai ha ido creciendo sin descanso alguno hacia el cielo y hacia el mar, la fisonomía urbana ha ido cambiando de piel, de formas, de sonidos y de color, pero las Diosas de la noche siempre han seguido habitando con la misma tristeza en los ojos en la ficticia niebla de la madrugada.

El alma del ser humano está llena de luces y de sombras. Sobre todo cuando llega la oscuridad de la noche, ese espejo del yin y el yang donde se reflejan los sentimientos contradictorios de las personas. En algunas calles del centro de Shanghai, las Diosas de la noche siguen a la espera de esos hombres solitarios que buscan en el sexo furtivo un alivio para apaciguar las horas blancas de la soledad. No importa que sea invierno o verano, que haga mucho frío o calor, que caiga la lluvia a mares o la nieve cubra por completo las aceras de la ciudad, porque siempre estarán ahí, bajo la luz mortecina de las farolas, a la espera, siempre a la espera, con una sonrisa triste en los labios y soñando que un día no volverán a habitar en las redes de araña de la madrugada.