OPINION : "Laicos por pelotas" inés matute

Tras el silencio de Dios, en aquellos locos años sesenta de la modernidad pura y dura, se ha ido abriendo camino una actitud mucho más empobrecedora para el hombre contemporáneo, postmoderno hasta las trancas: la inutilidad de Dios. Algunos, espíritus contestatarios, sufrieron porque se sentían abandonados por aquel que es la Palabra en cuanto a tal, y se preguntaban la razón de que esa Palabra se hubiera convertido en silencio. Los curas respondían que la fe es algo que se solicita humildemente, desde un mutismo respetuoso; más todavía, que la fe es un don que Dios regala porque así lo quiere, pero que es posible y necesario ponerse en actitud de reclamarla. Está claro que tales conversaciones nunca fueron fáciles. Pero no deja de llamar la atención – a quienes aún tienen tiempo para pensar entre Ana Rosas y Grandes Hermanos- el deseo que anidaba en la interrogante soledad de tantas personas serias y responsables. En este momento, cuando toda la sociedad occidental se ha tornado creyente en el pensamiento frágil y en concepciones fragmentarias, es decir, cuando nos hemos entregado con una vulgaridad vergonzante al elixir de la postmodernidad, el silencio de Dios ha dejado de preocupar. Las palabras que nos vienen a la boca son diseño, glamour o allure, para los que alguna vez leyeron a Diana Vreeland. Borrachos de objetos inútiles, se nos ha metido entre ceja y ceja lo absurdo de la trascendencia. Si lo tenemos todo para ser materialmente felices y si es un sobrepeso aspirar a una felicidad eterna, ¿para qué permanecer preocupados por un Dios que nada añade a esta situación de perfecta satisfacción inmanente? En todas las tertulias y éticas del momento, con mayor o menor profundidad, se insiste en que la humanidad se basta a sí misma para alcanzar cuanto necesita: Dios es una incógnita demasiado compleja, Dios es perfectamente prescindible. Y mientras así discurro, de nuevo estamos inmersos en la Pascua de Muerte y de Resurrección, lo que antes se llamaba La Semana Santa. Y uno se pregunta cómo escribir acerca de ella para unos posibles lectores de situaciones muy diferentes ante su propio misterio, porque algunos de vosotros persistiréis en la tradición, mientras que otros le habréis dado carpetazo en aras de un viajecito a Matalascañas. ¿Para quiénes, entonces, escribir? ¿Para los oyentes de la Palabra o para los cerrados a esa Palabra? ¿Para quienes buscan o para quienes no buscan? Por alguna inexplicable razón, me viene a la cabeza cierto coloquio plural en el que se celebraba, hace no tanto, el centenario del nacimiento del teólogo católico más brillante del siglo XX, el jesuita Karl Rahner. Este hombre pequeño y discreto, tan amigo como distante de Hans Küng, trasladó sus inquietudes desde la filosofía hasta la teología con resultados excepcionales: impulsó un acercamiento antropológico al misterio de Dios, en virtud del cual lanzó al viento del pensamiento teológico internacional su método antropológico-trascendental, que resumo en estas palabras: la dimensión trascendental de la experiencia humana en el ejercicio del conocimiento y de la libertad es la apertura del espíritu finito a lo infinito. Es decir; el ser humano contiene una pulsión interior natural que le abre al misterio de la trascendencia, sin que tal realidad niegue en absoluto la necesidad de la gracia divina regalada en Jesucristo. Nadie está cerrado naturalmente a Dios. Desde esta óptica, el silencio de Dios será nuestro propio silencio y la inutilidad de Dios será nuestra propia inutilidad. En el abismo “doméstico”, no es Dios quien se distancia del hombre, sino el hombre quien se distancia de Dios. Y mientras tanto, mientras los islamistas más radicales escriben el siguiente capítulo de su particular Guerra Santa en algún rincón de Chamberí, Zapatero nos aboca a un laicismo por pelotas: al tiempo que en Madrid se plantea (¿o acaso era un bulo?) la posibilidad de suprimir las procesiones, en Mallorca se requisa el pescado en las lonjas. ¡Diablos! Con esta conjura laicista, no me extrañaría que el aguacero sevillano, y consecuente berrinche de los costaleros, también fuera cosa del PSOE. Curiosa manera de defender la fe de los que aún creemos más allá del poder divino de la VISA. Lo siento, ZP, pero como me quites la Semana Santa – y no pienso en ella como reclamo turístico, pero tampoco como sevillana. Es más: las aglomeraciones me dan yuyu- te quemo la Moncloa. A cada cual sus herejías, ¿no?



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