Los adjetivos relacionados con el arte intentan definir el mundo de los objetos y las sensaciones. Es el objeto el que pide una definición. Otras veces se intenta profundizar en las sensaciones que nos depara la mirada, especialmente la que se posa sobre ese objeto al que definimos como artístico. Así, de un modo inevitable, como un capricho de la naturaleza se alzan nuestros ojos entre la belleza y lo terrible del mundo, pues a menudo la extravagancia del artista justifica el mal gusto de la mayoría de la gente. Pero el artista no puede mostrarse soberbio ni grosero, no puede decir, voy por delante de todos, ni repetir aquello de que la gente no me importa. Su trabajo debe revelarse con humildad después de conocer la tentación del arte por sobrevivir ante las necesidades del artista. Que durante su existencia el hombre haya recurrido a la decoración para sobrevivir, a lo superficial para distinguirse entre sus coetáneos, no implica que el artista de hoy sea una anécdota a expensas del mercado. El artista es tan ridículo como el hombre, el artista es tan mediocre como todos, es tan irreflexivo como el pensamiento vacío que utiliza cualquier palabra con tal de que se acerque a su significado. Pero es el único que puede distinguir la decoración elemental como un primer paso para distinguirse entre sus iguales. Que sea un idiota no es nada comparable a lo que pueda hacer con sus manos. Que el arte se muestre en un objeto que valoramos como único no le distingue de nada. El artista en su extravagancia reconoce las esencia del hombre en busca de una quimera artificial como es el arte. Algo más grotesco que todo eso sólo se da en la filosofía cuando se intenta acercar la realidad a unos parámetros exclusivamente verbales. En la mirada ingenua del artista no cabe el mercado, pero en los ojos del mercado el arte se convierte en algo ridículo si no tiene una compensación económica y el artista un tipo extravagante cuando se refleja en lo grotesco del arte que imita a la vida para saciar sus múltiples caprichos.