Todos los pueblos del Levante andan enfrascados en sus respectivas fiestas de moros y cristianos cuando yo escribo estas líneas, no cuando tú me lees-. Contra la queja de algunos, los más dotados para la bullanga argumentan que son celebraciones de arraigo, y que ni quita ni pone vestirse de cofrade en Semana Santa y avanzar o retroceder unos siglos cuando aprietan los calores. Sea como fuere, el espectáculo resulta visualmente exótico y acústicamente insufrible. Frente a una horchata en el turronero pueblo de Xixona, recuerdo que ayer presencié el Alardo con su correspondiente exhibición de arcabucería, convencida de que ni en la mismísima Basora se hizo en su día tanto ruido. Aquí lo llaman truenos, a cada pueblo sus cosas... Ahora bien, determinadas licencias festeras y cierta confusión informativa eclipsan la magia del momento; pasaré por alto la paradoja de un grupo de falsos bereberes desfilando ante una familia de bereberes genuinos (que cada vez son más en los alrededores de Alicante) que no terminan de identificar el look de tan pintorescos aborígenes. También resulta chocante ver a una comparsa sarracena sacudir las caderas mientras la banda interpreta la música de Éxodo, mítica película que versa sobre la creación del estado de Israel. Matices menores si una se fija en cierta entrada mora en la que unas señoras aparecen desvestidas al más puro estilo Xena, taparrabos selvático y serpientes incluidas; tanto si se trata de serpientes marroquíes como si las damas se criaron en Túnez, su presencia resulta inexplicable. Al citado despropósito le sigue una comitiva de aztecas equipados con bengalas multicolores. No es raro que los despistados se cuestionen si los aztecas son en el fondo musulmanes o si su vistosa aparición es licencia del guionista festero, en exceso creativo. Cuando desaparecen los aztecas, un tropel de caballos caracolea con garbo; como las bestias tienen permiso para aliviarse en cualquier parte, la calle queda convertida en un estercolero. El problema es que tras su paso desfilan las sucesivas comparsas con sus lujosos trajes y no menos lujosas capas: Imaginad una columna de alabarderos con sus paños bordados en oro intentando esquivar los boñigos. Cerraron el desfile de las huestes moras unos guerreros que vestían aparatosos plumajes y calzones de piel de leopardo, amén de la cara tiznada de negro. Aunque la mayoría lo ignorase, ocupados como estaban en olisquearle el culo a sus retoños por si la peste ambiental no era del todo equina, se trataba de una fiel réplica de los fuzzy-wuzzy, guerreros expedicionarios somalíes que se unieron al califa del Sudán en un momento históricamente delicado (a Rudyard Kipling le chiflaba esta historia) Como la comentarista que coloreaba el evento no estaba muy puesta en fiestas populares, resumió su paso con un guerreros camuflados que dejó satisfecho al respetable. Gracias al cielo las fiestas de Xixona se preparan con más fuste, y como una está muy ocupada desfilando con su filá favorita, no presta oídos a disparates televisivos. De no ser así, me plantearía muy seriamente dejar la morería y fichar por la Cañeta. O por los Caballeros del Cid. Su vestimenta, sobria y debidamente cristiana, no alimenta el desvarío. ¿Y no será que a pesar de ser medio primos nunca entendimos a los moros?