Ese pequeño rey que todos nos creemos, y que todos alimentamos para poder aceptarnos y defendernos, hace proezas para sostener su trono y saca fuerzas para levantar de nuevo castillos en la arena.
Y llega el día en que los terrenos ya no parecen tan movedizos, y otro día más reforzamos las paredes con un poco de argamasa...
y creemos que el castillo nunca será derribado
Pero de pronto tantas tareas y desazones parecen haber sido inútiles:
el castillo de nuevo se desploma
En esos momentos es difícil mantener el deseo de exponernos a otras inclemencias y buscamos materiales con que reforzar nuestras paredes
Y...
¿cómo no construir nuestras defensas con puro hormigón armado?
¿cómo levantar muros fuertes y no abrir un profundo foso entre uno mismo y los demás?
Imperceptiblemente acabamos convirtiendo la fortaleza en una cárcel
En ese punto, nuestro pequeño rey convertido en un ser minúsculo y enclaustrado ya no sufre, ya no padece...
pero tampoco siente el soplo de la vida por los rincones
La rigidez y el aislamiento -da igual imaginar a un emperador o a un esclavo dominando nuestro pequeño país- son una forma de salvación en la que perecemos.