Nunca el nombre importa tanto como cuando es de uno. Nunca el nombre te traiciona como cuando otros se llaman como tú. Pero el arte tiene tantos nombres como episodios artísticos se desdicen en su historia. El nombre puede ser el origen de todas las cosas: el lugar, la educación, la historia. Pero a su vez debe ser con tiempo el último atisbo de la libertad personal del artista: Soy yo frente a los otros, es mi nombre que responde por mi visión del mundo. El nombre es boca para morder el mundo, puñal para sangrar nuestros pulmones, caricia para dormir cuando estamos agotados. Algunos buscan un nuevo nombre, otros repiten uno común, pero todos reconocen que la vida es un camino donde el hombre debe colocar sus pasos. En la creación, el nombre es identidad como crece en el camino la obra del hombre. A veces surgen los deseos contradictorios entre el nombre y la verdadera identidad del hombre, pues hay artistas que no son como se llamaban cuando nacieron. El arte tiene múltiples caras, máscaras el hombre. El artista artesano con un nombre anónimo, el artista vanidoso con un nombre a flor de piel, el artista esquizofrénico con un nombre para su arte y otro para su vida, el artista ignorado con el mismo nombre a todas horas, el artista reconocido al que se abren las puertas por el mero hecho de nombrarlo. Pero las máscaras se diluyen en el tiempo eterno del arte. El nombre de ayer se mantiene sin retractarse de lo dicho y el de hoy se diluye en el menosprecio de la modernidad porque, querámoslo o no, el nombre es un eco intermitente que decae con el tiempo. Nos llamamos hasta la muerte, nos reconocemos hasta la desaparición del hombre. La vida se prolonga en los objetos artísticos realizados y el nombre perdura pese a la historia que encubre las falsificaciones del arte. Pese al hombre que se convirtió en artista. Pese al artista que dejó de ser hombre.