No creo probable que hayáis leído la obra Un hiver à Majorque, librito que en esta isla se encuentra por todas partes y que refleja, de una manera irónica y mordaz, las peripecias del músico y la escritora durante los 98 días en que disfrutaron de su estancia en Mallorca en el remoto invierno de 1838. Os lo recomiendo de todo corazón, y me sobran las razones, pero no escribo este artículo con ánimo de promocionar el libro, sino decidida a cuestionar la sensibilidad de la clase política isleña. Si el Consell adopta hijos en función del número de visitantes que se nos acercan gracias a la relevancia de una determinada trayectoria artística o profesional o atendiendo a la propaganda o antipropaganda que un libro hace de Mallorca, entiendo pues tan controvertida decisión (controvertida a nivel popular, puesto que la votación y aceptación fue rápida, demasiado rápida para muchos de nosotros) En dicho supuesto, estaríamos premiando a quien nos llena la saca o a quien más y mejor, o menos y peor, como el caso que nos ocupa, nos promociona. Me cuestiono el comportamiento de los franceses, por poner un ejemplo, en el supuesto de que uno de nuestros más polémicos escritores pasase una temporada en uno de los lugares con más encanto de la geografía gala y rematase su estancia publicando un libro en el que se dicen cosas como las que a continuación voy a transcribiros. Disfrutad de los siguientes párrafos; como veréis, no tienen desperdicio:
El campesino mallorquín no es más odioso que un buey o un cordero, pues no es mucho más hombre que los seres adormecidos en la inocencia de un bruto. Recita oraciones, es supersticioso como un salvaje, pero se comería a su semejante sin remordimiento alguno, si esa fuera la costumbre de su país y no tuviesen cerdos a discreción. Engaña, estafa, miente, insulta y saquea sin el menor cargo de conciencia. Para él, un extranjero no es un hombre
Habíamos apodado a Mallorca la Isla de los Monos porque, viéndonos rodeados de estas bestias traicioneras, rapaces, y sin embargo inocentes, nos habíamos habituado a preservarnos de ellas sin más rencor ni despecho que el que causan a los indios los orangutanes retozones. No obstante, uno no se habitúa sin tristeza a ver criaturas revestidas de forma humana, y marcadas por el sello divino, vegetar así en una esfera que no es la de la humanidad presente
En Mallorca se cocinan, estoy seguro, más de dos mil guisos con el cerdo, y al menos doscientas clases de embutidos, sazonados con tal profusión de ajo, pimiento, pimienta y especias corrosivas de todo tipo, que se arriesga la vida a cada bocado. Veréis aparecer sobre la mesa veinte platos que se parecen a toda clase de guisos cristianos: no os fiéis. Se trata de drogas infernales cocinadas por el diablo en persona
En Palma es preciso ser recomendado y anunciado al menos a veinte personas de las más destacadas, y esperar durante muchos meses si se espera no dormir al raso. Todo lo que se pudo hacer por nosotros fue procurarnos dos pequeñas habitaciones amuebladas, o mejor dicho, desamuebladas, en un mal lugar donde los extranjeros se dan por muy satisfechos con un catre provisto de un colchón blando y rollizo como una tabla, una silla de paja, y en cuanto a alimentos, pimienta y ajos a discreción
Se necesitarán muchos años para que el mallorquín sea activo y laborioso, y si es preciso que, como nosotros, atraviese la dolorosa fase del afán individual de lucro para llegar a comprender que éste no es aún el objetivo de la humanidad, bien podemos dejarle su guitarra y su rosario para matar el tiempo. No son suficientemente grandes para hacer frente a los vientos revolucionarios que el sentimiento de nuestra perfectibilidad ha levantado sobre nuestras cabezas
Era imposible encontrar en Palma un solo piso que fuera habitable. Un piso en Palma se compone de cuatro paredes desnudas, sin puertas ni ventanas. En la mayoría de las casas burguesas no se usan cristales, y cuando uno quiere procurarse esa comodidad, es preciso encargar los marcos. Cada inquilino, al mudarse, se lleva las ventanas, las cerraduras y hasta los goznes de las puertas. Su sucesor está obligado a reemplazarlos, a menos que quiera vivir a pleno viento, y esto es muy del gusto en Mallorca. Pero se necesitan al menos seis meses para mandar hacer las mesas, las camas, las sillas, todo, por simple y primitivo que sea el mobiliario. Hay pocos obreros, no trabajan con rapidez, carecen de herramientas y de materiales. Siempre hay alguna razón por la cual el mallorquín no tiene prisa. Es necesario ser francés, es decir, extravagante y alocado, para querer que una cosa se haga inmediatamente. Y si ya ha esperado usted seis meses, ¿por qué no va a esperar otros seis? Y si no está contento con el país, ¿Por qué sigue aquí? ¿Acaso le necesitábamos?
El español es ignorante y supersticioso, en consecuencia cree en el contagio, teme a la enfermedad y a la muerte, carece de fe y de caridad. Es miserable y está agobiado por los impuestos, por consiguiente es codicioso, egoísta y tramposo con el extranjero
El aceite mallorquín es tan infecto, que puede decirse que en la isla de Mallorca casas, habitantes, carruajes y hasta el aire de los campos, todo está impregnado de su hedor. En pleno campo, si se ha extraviado, no tiene usted más que abrir las ventanas de la nariz; si un olor a aceite rancio llega a lomos de la brisa, puede usted estar seguro de que detrás de un peñasco o bajo el macizo de chumberas encontrará una vivienda. Si en el lugar más salvaje y más desierto le persigue ese olor, levante la cabeza: a cien metros verá a un mallorquín descendiendo la colina en un asno, dirigiéndose hacia usted. Esto no es una broma ni una hipérbole, es la realidad exacta... jamás podrán exportarlo en abundancia más que a España, donde reina igualmente el gusto por este aceite infecto
No sabiendo ni engordar los bueyes, ni utilizar la lana, ni ordeñar las vacas (aquí se detesta la leche y la mantequilla tanto como se detesta la industria); no sabiendo producir trigo suficiente para atreverse a comerlo, no dignándose a cultivar la morera y recoger la seda, habiendo perdido el arte de la carpintería, no teniendo caballos, no juzgando necesario tener ni una sola carretera, ni un solo camino practicable en toda la isla, puesto que el derecho de exportación está entregado al capricho de un gobierno que no tiene tiempo de ocuparse de tales menudencias, el mallorquín vegetaba y no tenía otra cosa que hacer que rezar el rosario y remendar sus pantalones, más maltrechos que los de Don Quijote, su patrono de miseria y orgullo, hasta que llegó el cerdo y lo salvó todo. Los mallorquines llamarán a este siglo, en los siglos futuros, La Edad del Cerdo, de igual manera que los musulmanes cuentan en su historia con la Edad del Elefante
Cuando se ven estos vastos terrenos en barbecho, la industria perdida, y toda idea de progreso proscrita por la ineptitud y la negligencia, no sabe uno a quién despreciar más, si al dueño que alienta y perpetúa de este modo el envilecimiento de sus semejantes, o al esclavo que prefiere la ociosidad degradante... El agricultor francés tiene una perseverancia y una energía que el mallorquín despreciaría como una agitación desordenada
Sus casas hacen más el efecto de caravasares que de verdaderas casas, y mientras las nuestras dan la idea de un nido para la familia, aquellas parecen posadas donde un grupo de población errante se retiraría con indiferencia a pasar la noche..... no he entrado en ninguno de estos interiores sin tener el corazón encogido por el desagrado y el enojo
Y así podría continuar ad infinitum, pero no quiero aburriros. Decidme ahora, ¿creéis que los políticos mallorquines se han tomado la molestia de leer el libro? Personalmente, albergo muy serias dudas. Quizá se hayan limitado a registrar la recaudación anual en entradas y souvenirs- de la Cartuja de Valldemossa, lugar donde se alojó la célebre parejita.
Con estos hijos adoptivos, quién necesita enemigos.