Es probable que gran parte de la pervivencia de la larga vitalidad de la novela independientemente de las veces que se ha dado por hecha su defunción- se deba a que, como decía el austriaco Hermann Broch, en un mundo sometido a frenéticos cambios que conducen a una exagerada división del trabajo y a una especialización desenfrenada, la novela es una de las últimas posiciones desde la cual el hombre puede aún mantener relaciones con la vida en su conjunto.
La pregunta es si la novela aún conserva esa posición o, si, por el contrario, no la habrá perdido en una época como la actual en la que el acontecer parece perder irremediablemente realidad a favor de una degradada ilusión mediática de carácter fantasmagórico. Y esto no tiene nada que ver con ninguna reivindicación de ninguna clase de realismo literario.
La novela es una arte ficticio que concibe el mundo desde una mirada irónica, a menudo próxima a lo paródico, en la que más que aportar certezas se muestra la existencia en permanente ambigüedad. Una ambigüedad que en los mejores textos casi siempre incomoda, porque desmitifica alguna parte de una íntima verdad que antes de su lectura creíamos inmutable. La ironía no sirve para reconstruir valores sino para aligerarlos de falsedades, erosionándolas con la incertidumbre y el desasosiego.
Pero en un mundo en el que no hay día en el que lo kafkiano no supere a Kafka y en que lo grotesco no se sustantivase hasta traspasar todos los límites superlativos de la calificación del adjetivo, la novela se convierte en inverosímil porque la realidad agota la farsa. Basta repasar el noticiero para preguntar ¿Quién da más?
En una apasionante puja en la página de subastas por Internet e Bay, un desconocido acaba de pagar 14.000 dólares por el chicle que mascaba Britney Spears cuando se dio su famoso beso con Madonna en la gala MTV del 2003. Según se añade en tan incalificable noticia, el baboseado fetiche va acompañado de un test de ADN que prueba su legitimidad.
Apenas unos días antes la afamada casa de subastas londinense Sothebys vendía una carta erótica de James Joyce a su mujer Nora Barnacle por la sorprendente cifra de 360.000 euros, la cantidad más alta pagada nunca por una misiva escrita a mano del siglo XX. Al parecer, el mayor interés de dicha carta -fechada en el invierno de 1909- se encontraría en que el escritor expresaría en ella algo tan baladí para el resto del mundo como un deseo ingobernable de ser satisfecho sexualmente por una Nora a la que llama zorra de ojos salvajes.
En el pasado mes de agosto, en los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo se habría efectuado el notable descubrimiento literario de una carta de Pablo Neruda que demostraría su aversión hacia el poeta Vicente Huidobro: Me dicen que el pelotas de Huidobro viene a Madrid en enero.
Casi al mismo tiempo, en Berlín, la editorial S.Fischer daba a conocer una no menos notable recopilación de escritos de Franz Kafka que, según sus recopiladores, desmitificaría la figura gris y aburrida del oficinista. Como prueba dichos investigadores nos dicen que al joven Kafka le entró la risa floja, y lo intentó ocultar tosiendo, cuando con dos colegas fue recibido con la mayor solemnidad por el presidente de su empresa a fin de participarle un ligero ascenso.
¿Quién, quién da más? Todos los maestros del absurdo desde Chaplin a Beckett han tratado las situaciones absurdas con absoluto realismo, la pregunta es si la novela, como arte de la ironía, va a poder seguir usando la ficción para tratar la realidad cuando la realidad actual propende tan desvergonzada como, al parecer, irremediablemente al más completo y total de los absurdos.
Como consuelo, siempre nos queda la posibilidad de regresar al cuento. Según Martin Amis, en cierto sentido, el mismo Ulises de Joyce, del que ahora se celebra centenario, no deja tampoco de ser un relato breve de más de trescientas mil palabras.