Joaquín Oristrell no acudió a la Sala Ovidi Montllor de Barcelona como ex vicepresidente de la Academia de cine, sino como director y co-guionista de la película Los abajo firmantes (2003). Sin embargo, en el coloquio posterior al film con motivo de la inauguración de la Fila Zero Escac, tuvo que referirse a su antiguo cargo cuando salió a colación el tema de la crisis del cine español.
En su film, Juan Diego Botto culpa a los políticos de la crisis del cine español. Posteriormente, Joaquín Oristrell señaló como motivo principal la indefensión de las películas españolas frente a las norteamericanas. El público, en su mayoría estudiantes de cine, ni rechistó ante la evidente falta de autocrítica de Joaquín Oristrell, que no hizo más que hacerse eco de la tonadilla que entonan los más reputados profesionales de nuestro cine.
Según Oristrell, la cantidad de dinero invertido en la promoción de un film determina su comportamiento en taquilla. En su film se habla de la segunda entrega de El señor de los anillos y el director nombró, como ejemplo de su tesis, El bosque y Harry Potter entre otros títulos.
Sin querer se contradijo al hablar de Solas, el film de Benito Zambrano, que llegó al público por el único método infalible a la hora de engordar las taquillas: El boca a oreja. Tampoco hubo un gasto desmesurado en mercadotecnia para lanzar El otro lado de la cama a cuyo éxito aludió el realizador y guionista catalán.
No se trata de cargar las tintas contra Oristrell. Sus argumentos son los de muchos profesionales del cine español, y a mi juicio, el problema es que hay un consenso en dirimir estas razones de un modo simplista que hace que, en ocasiones, deriven en hipocresía.
Antes de que títulos como Harry Potter y El señor de los anillos lleguen a las pantallas de todo el mundo hay cientos de miles de lectores de las obras que acudirán al cine. Las campañas de promoción consiguen enrolar a otros espectadores, pero existe una cantera segura de espectadores. Tampoco parece que aparte de Amenábar, Médem y Almodóvar, ningún director español despierte tanto interés entre el público como M. Night Shyamalan. Otro film al que se refirió, Hell boy, puede ser cinematográficamente escaso por más que su director Guillermo del Toro cuente con una legión de fans, pero ofrece una estética que ninguna película española puede costearse, y que el público demanda con fervor.
¿Dónde está el público potencial de los films españoles cuando éstos son en su mayoría sainetes con estética posmoderna?
El propio Oristrell acaba de estrenar Inconscientes, una película que se ambienta en la Barcelona de principios del siglo XX aunque no habla ni de esa sociedad ni de la actual ni de nada que no sea un enredo familiar bajo una capa de teorías freudianas simplificadas y mezcladas sin ton ni son.
En Los abajo firmantes, los protagonistas se quejan de la falta de agua caliente en sus hoteles, de la crisis del cine español así, en general- y de vez en cuando sueltan su discurso anti guerra sin que la historia lo reclame ni justifique. Su director reconoció en el coloquio que su manera de rodar no obedecía a una razón estilística. Además, dio una interpretación de la Comedia sin título de Lorca, supuesta fuente de inspiración del film, cuando menos precaria. Entonces, si el discurso de los personajes no entronca con la historia, el estilo de rodaje surge del azar y las motivaciones ideológicas no están claras, ¿qué motivación puede encontrar el espectador para disfrutar de Los abajo firmantes aparte de los ataques contra Aznar y Bush?
Aquí entramos en posturas que bordan la hipocresía. La queja principal de los que se consideran víctimas de la perenne crisis del cine español es que las películas norteamericanas se promocionan y distribuyen mejor. No hay que ser muy avispado para entender qué reclaman: más publicidad y más copias de sus películas. Nadie habla de la calidad del cine que se rueda ni del entramado industrial en manos de unas pocas productoras. Piden más carteles en las marquesinas de los autobuses. Es un hecho demostrado: ningún cineasta español se quejará nunca de una excesiva publicidad de sus estrenos.
Oristrell como otros cineastas españoles realizan un cine vacuo donde lo que falta no es dinero sino riesgo, intelectualidad, esfuerzo y una voz propia. No se trata de directores ni técnicos incapaces, sino de profesionales que han olvidado la esencia cultural del cine, todo su potencial artístico, y tratan de contentar monetariamente a los productores mientras sacian su ego.
La mayoría de las películas españolas copian estereotipos de los films más taquilleros que vienen de EE. UU. Ya no es que den la espalda a la rica tradición del cine europeo, sino que plagian lo peor del cine menos sugerente de la actualidad. En este proceso de reciclaje de lo yanki a lo español se obtiene un híbrido monstruoso porque ni las coordenadas culturales son las mismas aquí que en Norteamérica, ni los presupuestos equiparables. Por lo que se puede deducir que no hay dinero para copiar modelos estadounidenses, pero sí lo hay para realizar un cine español de calidad, que se mire en su propia cultura.
Amenábar realiza un cine muy similar al estadounidense pero ya en su primer largo, Tesis, buscó sus coordenadas en el cine español. El acierto de la película es que cualquier espectador de este país podía sentir como suyo el temor de los protagonistas.
Un rara avis en el panorama patrio, Filmax, produce películas que venden en todo el mundo porque invierte en una mancillada serie B pero comercialmente activa en los videoclubs- y no escatima a la hora de buscar la coproducción internacional, que propició películas de género europeas hoy en día consideradas obras indispensables.
En España no existe actualmente una industria del cine español. Hay directores afortunados y bien relacionados; los listos de la clase son los exquisitos y muchos noveles jamás vuelven a realizar un film.
La mayoría de los afortunados están faltos de ideas casi desde su primer estreno, pero ejercen su derecho y su fortuna- a dirigir. Lo grave del asunto ya no es la cantidad de productos insufribles con las que inundan las carteleras cada temporada, sino su falta de autocrítica. Algo, por otra parte inevitable, en un ghetto de la gran cinematografía española que se mira a sí misma con complacencia.
Los exquisitos tienen que lidiar contra los resortes de unas productoras ajenas al arte y normalmente acaban vislumbrando dos vías: desaparecer como Víctor Erice o Basilio Patina o financiar sus propios films como Almodóvar o Médem. Tema aparte es en qué pueden desembocar esos directores exquisitos cuando no dependen de nadie para seguir ganando dinero. Normalmente terminan como los afortunados, mirándose su propio ombligo. Si la taquilla acompaña, todo es válido; si no, siempre pueden sacar lustre al pasado.
Es sintomático que por muchos guionistas que uno conozca, resulta imposible encontrar a uno que haya conseguido vender un guión. Al mismo tiempo, de los guiones rodados, muchos no parecen siquiera haber pasado una lectura experta.
Da la sensación de que esta pro-industria del cine es un comedor de viejos camaradas a los que sólo se unen unos cuantos soldaditos con don de gentes y poco más.
Sin embargo, las escuelas de cine no dejan de fabricar nuevos profesionales que pocas veces ejercerán su oficio, de modo que se dice que jamás cumplirán su sueño, como si onírico fuera desempeñar su profesión.
Hay talento y dinero para producir, pero la gran mayoría de las películas españolas no gustan ni a público ni a crítica. Salvo unos cuantos francotiradores, el cine español se nutre de directores que sin compasión atacan al público con sus estéticas y discursos inmovilistas. A todo esto, en los albores del siglo XXI, hay directores que se aferran al cine del franquismo, apuntándose a la moda del denostado cine de barrio que es un cine mucho más digno de lo que emite un lamentable programa de televisión homónimo. Una verdadera industria necesita de productos pueriles y baratos, cultos y minoritarios, inteligentes y mayoritarios, donde la base sea un cine de consumo para DVD o vídeo (no necesariamente de mala calidad), a falta de los desaparecidos cines de barrio, y donde se explote la riqueza del cine de género.
Parece difícil que esto ocurra mientras la producción española esté en manos de cuatro jerifaltes amigos de otros cuatro directores ajenos al cine como arte. También hay que subvencionar el cine español y protegerlo de la invasión norteamericana, pero antes, inevitablemente, hay que barrer nuestra propia casa y reformar toda su estructura. Si es necesario, habrá que recolocar los cimientos. Por la salud del cine español y caiga quien caiga.