No dejamos huella.
Ni sobre el asfalto, ni sobre la hierba. Ni sobre la piedra, ni sobre la nieve. El trazo de nuestros pasos y nuestra existencia se disuelve, o se borra. Lo erosiona el aire y el agua, el tiempo y el viento. Impredecibles y caprichosos, albergándose en la belleza insondable de los fractales.
Y a pesar de todo, engreídos, continuamos en el empeño (infatigable rinoceronte) de arañar la tierra y dejar nuestros surcos, que alguien sepa que un día aquí estuvimos, como niños marcando sus nombres en la corteza virgen e inocente de los árboles. Honza y Jarka, 1998. Pepa blbec. Y ciertos símbolos crípticos y vergonzosos, escritos por el afán provocador adolescente.
Delante del Rudolfinum un metálico y oxidado ser ha aparecido de la noche a la mañana: un dinocañón, según su autor, que compite con el programa sinfónico del Otoño de Praga. Está frío y su tacto deja aspereza y orín en las manos. Efímeras huellas.
Desde las cabinas telefónicas (especie en extinción), en las paradas de los tranvías, al otro lado de las vitrinas, los anuncios nos muestran su también efímera existencia. Un eterno perfume de Salma Hayek. La moda inglesa de Anna Geislerova. La danesa belleza de Viggo Mortensen tras los ojos de Aragorn (de nuevo en DVD).
Las antenas parabólicas crecen en las fachadas como extraños hongos metálicos alimentados por el monóxido de carbono mientras paseo por la calle de Milada Horakova.
Y no dejo huella. Praga ni se entera.
Pero no me importa.