Para muchas personas, Alejandro Amenábar se parecía a ese director americano de nombre imposible, M. Night Shyamalan, al que asociamos con películas como El sexto sentido, El protegido o Señales. Ambos directores contaban sus filmes por éxitos y se movían en esa frontera incierta que une el miedo y el desconocimiento. Y ambos estaban ligados al cine de terror, hasta el punto de que uno de sus títulos parecía derivar hacia el otro: El sexto sentido y Los otros compartían idéntica base argumental pero dada la vuelta, es decir, como si un mismo tema se hubiese querido mirar desde dos distancias opuestas.
Nadie podía negar que Amenábar poseía un mundo personal y sorprendente. Sus películas conservaban una atmósfera inquietante, en las que el suspense entraba en acción para provocar que el espectador saltara de su butaca. A ello se unía una particular visión de los sueños, como si los guiones fuesen el desdoblamiento onírico de su personalidad y nosotros meros espectadores dentro del cerebro de los protagonistas.
Si en Tesis, la facultad de Ciencias de la Información parecía sacada de un manual del cine de terror, en Abre los ojos compartíamos la angustia de Eduardo Noriega por saber si realmente lo que estaba viviendo era una pesadilla; y en Los otros nos sentíamos igual de confundidos que Nicole Kidman en su mansión habitada por intrusos. Pero esta relación con un moderno cine de terror disgustaba a algunos críticos al pensar que tal vez Amenábar no sería capaz de abordar temas más terrenales. Su cuarto largometraje elimina de un plumazo todas estas reticencias.
Mar adentro no sólo es un cambio absoluto en los registros habituales del director español, sino que además parte de la dificultad de tratar una historia real, que tuvo en su día un importante seguimiento informativo y que planteaba un tema tan controvertido como la eutanasia. La historia del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, cuya solicitud de una muerte digna llenó durante algunos meses las pantallas y los diarios, podía haberse convertido en un telefilme, sin más pretensiones que las de narrar la agonía de quien deseaba morir para no verse postrado un año más en su cama.
Amenábar no ha caído, sin embargo, en la sensiblería. Por el contrario, ha sabido construir una película honesta y humana, en la que los personajes se desarrollan conforme van pasando los minutos, en la que los vemos sufrir y dudar, amar e implorar. Pasan de la lástima al entendimiento, de la emoción a la ternura, crecen, evolucionan, maduran según van conociendo a Ramón, según van comprendiendo las razones que le hacen querer estar muerto. Y todo ello sazonado con breves golpes de un humor negro y catártico.
Los personajes están construidos con una solidez que los convierte en seres reales, cercanos, como si uno mismo estuviese involucrado en la historia. Lola Dueñas encarna a una Rosa sencilla, humilde, capaz de emocionarse y llorar, de equivocarse y tener celos; Belén Rueda hace de Julia un personaje complejo, dominada por sus propias incertidumbres y miedos; y finalmente está la transformación de Javier Bardem, su conversión en un inmenso Ramón Sampedro, en el que seguramente será uno de los mejores papeles de su carrera. Todo es credibilidad en sus actos, las acciones transcurren sin que nos percatemos de que es ficción lo que estamos viendo, podríamos ser uno más de los invitados a esa casa, y compartir los anhelos de una muerte sencilla o una vida feliz.
El guión de Amenábar y su habitual colaborador, Mateo Gil, es de una increíble naturalidad; la música, también compuesta por el director, nos sumerge gracias a la gaita de Carlos Núñez en las húmedas tierras gallegas.
Todo ello hace que la película forme una gran estructura, una hermosa y a la vez dramática historia que nos reafirma en la certeza de que Amenábar es hoy en día uno de los mejores directores españoles.