Entre la altivez de los rascacielos recién construidos y la tristeza de las viejas edificaciones de la era de los sueños rojos, reposa la soledad de dos pagodas. Han pasado muchos siglos desde que sus puntas se irguieran hacia el cielo en búsqueda de respuestas imposibles de hallar en la tierra, pero ellas aún siguen en pie en el centro de la ciudad, desafiando el paso del tiempo, mirándose cara a cara, separadas tan sólo por una calle que recuerda aquellos días en que en China reinaban los emperadores en cetros amarillos.
En Kunming la modernidad no ha tenido compasión con el pasado. La destrucción ha sido imparable. El corazón de las máquinas no se ha compungido con las lágrimas vertidas por los muros curtidos con la lentitud de los años. Primero fue aquella destructiva revolución cultural de la era maoísta y después la voraz reforma económica de los tiempos actuales. Todos los vestigios antiguos han sido borrados de la faz de la urbe. Apenas quedan lugares donde poder sentir las vivencias de una época muy distinta a la nuestra o revivir con la imaginación escenas que ya sólo se pueden contemplar en pinturas antiguas. La memoria ha desaparecido casi por completo de las calles de la ciudad. Sólo cuenta la historia presente, el fluir de la vida diaria, el sol relumbrando en el cristal de los rascacielos.
Las dos pagodas se alzan al cielo en el centro de Kunming. Han sobrevivido el transcurso de los siglos y los avatares de los hombres. Al caer la tarde, algunos grupos de ancianos se refugian bajo sus sombras para beber una taza de té y rememorar otros tiempos que nunca más volverán. La vida de la ciudad se desliza alrededor de sus muros. La gente, los coches, las bicicletas, las nubes que vuelan hacia el sur. Pero las pagodas permanecen en silencio, esperando las sombras de la noche y el enigma de los sueños.
En el centro de Kunming reposa la soledad de dos pagodas. Ellas se miran cara a cara desafiando el paso del tiempo, mientras las calles de la ciudad siguen desplegando sus alas sin memoria hacia el futuro.