No llevábamos prisa, porque a mediodía están cerrados los museos y lo único que se puede hacer es ver monumentos desde fuera. La ciudad era muy bonita, pero en un día estaba vista. Esa noche ya nos íbamos para la siguiente escala, y al día siguiente, se acababa la luna de miel.
Llegamos a la parada de la catedral de Santa Margarita. El autobús se quedó allí un buen rato. Se veía un parque bien cuidado por los servicios municipales y, en medio de la explanada, la catedral gótica recién limpia, reluciente como un ovni hecho con material marciano. La gente iba y venía por los senderos torcidos del parque, y había varias señoras gordas sentadas en el banco de la parada. Me llamó la atención un pajarito que se paseaba por la acera, cerca de los pies de las señoras. Tenía el buche blanco y una cola negra larguísima. Por la parte del lomo, las plumas le hacían aguas de lo brillantes que eran. Caminaba dando pingos por allí, buscándose la vida. Era un pajarito precioso. Por los saltos que daba, parecía un bromista. Yo creo que para sus adentros iba silbando.
_ ¿Qué miras, Luisma? _Me preguntó la Nati.
_ Nada.
A la Nati le gustaría apalancarse a escudriñar lo que llevo dentro de la sesera, igual que cuando se estira a todo lo largo en el tresillo para ver telebasura.
El pajarito blanco y negro ya se iba. Como yo. Bueno, como la Nati y yo. La imponente catedral allí seguía, extraterrestre, perenne, para siempre que quisiera algún turista mirarla. Era una obra concienzuda, noble y magna. Sin embargo a mí me gustó el pajarito.