Maestros Antiguos, la adaptación teatral de la última novela de Thomas Bernhard, es un espectáculo en que asoma a las tablas la hibridación de novela y ensayo característica de la literatura centroeuropea de principios del siglo XX merced a uno de sus epígonos.
Y el monólogo interior de la narración recupera su estado natural en el monólogo teatral para representar una pieza ensayística, de carácter tan demoledor como desesperanzado.
Reger, un burgués vienés, viudo y fino crítico musical del Times, entabla su particular pulso con el Arte y no es el único alegato contra el arte que pisa las tablas, aunque sí el primero que lo hace de manera iconoclasta contra los indiscutibles maestros antiguos- sentado durante años frente a Retrato de viejo con barba blanca de Tintoretto en una de las salas del Kunsthistorisches Museum de la capital vienesa. En semejante duelo, lo secundan el amigo Atzbacher narrador testigo de su proverbial visita al Museo- y el guarda de la sala, Irrsigler, portavoces ambos del pensamiento de Reger igual que el pobre Reger es la patética caricatura del malditismo profesional de Bernhard-, que van dando pie a la reflexión o la acotan con verba dicendi, conformando el aparente diálogo.
Sentado frente al cuadro de la cuarta pared, este hombre de la barba blanca que se diría reflejo en el espejo ante el espectador/lector -el despreciable público vienés a quien Bernhard negara explícitamente en sus últimas voluntades la representación de su obra en los 50 años posteriores a su muerte-, va llevando a cabo con el lúcido escalpelo de la inteligencia la lección de anatomía del Arte clásica pintura y música- y de su sumisión al Estado, dueño y señor del ciudadano, padre de las criaturas de las madres en estado, y maestro esterilizador del gusto artístico, en su denuncia de la suciedad física y moral de sus compatriotas -la imperfección europea, en fin-, desde su fría aristocracia intelectual.
Como una música de fondo, tras las puertas fileteadas de negro y amarillo colores de la Corona católica claustro-húngara-, la nostalgia por la unicidad de un mundo perdido, de su perfección inalcanzable, y la caricatura del arte kistch y sin estilo propia de la era contemporánea que desde Los sonámbulos formulara Hermann Broch en su poética del conocimiento. Y esa conciencia de la finitud, de la imperfección humana reflejada en la mediocridad ambiental, como estímulo de la libertad individual, como acicate en busca de la plenitud mortal, una vez que el personaje ha perdido lo más querido su esposa- y los maestros inmortales el arte, en general- son sólo convidados de piedra en su tumba.
El desasimiento, tanto de la vida como del arte, como única vía que reintegra la libertad.
Monólogo narrado, pues, donde los tres personajes van constituyendo un continuum telepatético, una ouija matemático-filosófica, que mediante contados movimientos de escena irán dando cuerpo a la acción del pensamiento, al compás de su peculiar sintaxis reiterativa -que posibilita una dicción rítmica del texto-, revelando las sutiles conexiones entre el trío en juego, y que alcanza su clímax en el diálogo su puesta en abismo- entre Reger y el visitante inglés reinterpretado por Irrsigler- a propósito de la originalidad, que se saldará, parafraseando a dOrs, con el corolario de que toda tradición es plagio.
El arte imita a la vida y la vida imita a la muerte, parece sentenciarse con gélida lucidez.
Con un juego de iluminación que recrea en el laboratorio de la sala la temperatura del pensamiento -la artificiosidad humana apartada de la luz natural y entre las nieblas de la emoción-, esta puesta en escena del último Bernhard disecciona la hipertrofia intelectual del pensador occidental a la vez que insinúa tan sólo, en claroscuro y con las fugas de cabos sueltos, la irracionalidad del sentimiento y los afectos, la cuestión más palpitante.
Tributo dramático de altura muy en especial la contenida interpretación de C. Canut, de amplio registro, como Reger- a un autor culto y de culto que, a tenor de asistencia y propensión al dúo de la tos del escaso público, parece condenado a seguir siendo oculto.