Este mes he visto una película que aún hoy no puedo quitármela de la cabeza. Se titula
Antes del atardecer (Before sunset). Rescata la historia de amor que Celine y Jesse (Julie Delpy e Ethan Hawke) vivieron durante un día en Viena. Han pasado nueve años y el azar o el destino hace que se encuentren en París, donde ella vive. El resto son los 80 minutos que tiene Jesse antes de que salga su avión a Nueva York. Toda un joya del cine, de la sensibilidad, del amor, del buen trabajo de los actores y de la sencillez con que está presentado el reencuentro. No hay artificios, ni segundas tramas, ni personajes secundarios graciosos ni grandes movimientos de cámara. Tan sólo existen él, ella, parís y el amor que creían apagado.
Me pareció tan sincera la propuesta que al salir del cine me invadió una pena enorme porque Jesse y Celine fueran sólo personajes de una película y no dos personas reales que es lo que han sido durante 80 minutos. Definitivamente me lo he creído. He sucumbido a su conversación interminable. Y estoy muy agradecido por ello.
Lo más admirable de la película es que a partir de algo tan sencillo como la conversación entre dos personas haya conseguido transmitir sentimientos tan íntimos y complejos como el amor, el miedo, el dolor, la decepción, el fracaso, el vacío. Y de eso es de lo que llevo pensando desde que salí del cine. Como hay gente que es capaz desde la sencillez más absoluta crear obras que desprendan los más complejos sentimientos del alma, la filosofía y la existencia humana.
Siento verdadera admiración por esos creadores que, sea cual sea su disciplina artística puede emocionar a otra persona que no conoce de nada. Y todo gracias a una película, un diálogo de una obra de teatro o una letra de una canción. Supongo que será mi incapacidad para crear algo que emocione lo que da más valor a todos aquellos que lo hacen bien.
Porque, sinceramente, ¿hay algo más básico y esencial que una persona con una guitarra y cantando para otras? Es casi la génesis de la música. Gran parte de los músicos afirman que cuando componen, lo hacen con la guitarra en mano. Es un proceso íntimo que cuando se traslada así sin añadir nada a un escenario cobra mucha más vida y consigue reflejar más matices que ayudado de una producción elaborada. De ahí, mi gusto por los cantautores. Canciones como Ojalá, Una mujer con Sombrero de Silvio Rodríguez, El marido de la peluquera de Pedro Guerra, Abrázame de Luis Eduardo Aute o Antes de Jorge Drexler son pequeños botones donde se ve que desde lo más básico se puede llegar a lo más complejo.
Dando vueltas a este tema, me acordé de los Haikus. Esos poemas de origen japonés de no más de 15 sílabas que recogen normalmente paisajes y escenas bucólicas pero que encierran experiencias, secretos y aprendizaje en cada uno de ellos. Ese sentimiento es el que encuentro admirable. Con poco decir mucho. Seguramente que no lo haya conseguido pero de cualquier manera sigo estando agradecido por todos aquellos autores que emocionan con sólo una palabra. Gracias.