Tengo un amigo escritor que afirma que la obsesión por la seguridad será una de las grandes enfermedades del siglo XXI: no podría yo estar más de acuerdo. Y para ilustrar el tema, recurriré a mi anecdotario más reciente.
El año pasado, por estas fechas, mis hijas y yo nos regalábamos unas vacaciones en Dusseldorf . Por no escatimar detalles, aclararé que mis hijas tienen 10 y 9 años y que son debidamente rubias y ojiverdosas, y que vistas de lejos, más se asemejan a un personaje de cuento de Andersen que a dos españolitas de raza. Por desgracia yo soy decididamente morena, lo cual, de Hendaya para arriba, le hace a una potencial culpable de vaya usted a saber qué atrocidades. El día en que volvíamos a Mallorca, quiso el azar que una empleada del aeropuerto se fijase en la mochila que mi hija mayor portaba a la espalda. Dentro de la mochila iban sus libros de mates, un diccionario y un estuche de variopinto contenido, a saber: rotuladores, la reglamentaria goma Milán, un sacapuntas de Hello Kitty y un compás escolar de dos euros. El compás en cuestión es un pequeño artefacto de plástico con una abrazadera que permite la sujeción de un lápiz diminuto. El extremo de la otra patita lo compone una punta roma, también de plástico, que evita que los niños se lastimen. Por alguna incomprensible razón, a las autoridades alemanas aquello les pareció o una cabeza nuclear camuflada o bien un arma de destrucción masiva, puesto que descubierto el compás, fuimos automáticamente aisladas, recluidas en una celda y obligadas a enseñar hasta el forro de las enaguas. Tras el estupendo numerito, que entre otras cosas retrasó el embarque más de media hora, mi hija tuvo que acompañar a la vigilanta a una segunda habitación (las órdenes nos las daban en alemán, la niña estaba aterrorizada) donde procedió a abandonar el compás en una bandeja metálica. Y si te he visto, no me acuerdo. Mientras tanto, yo era debidamente cacheada, y a Dios pongo por testigo que con algunos de mis novios he tenido menos intimidad que con aquella energúmena. En la distancia y con la debida ironía, la medida me parece prudente, y si ello redunda en una mayor seguridad aérea, soy la primera en proponer vuelos nudistas y strip teases colectivos en la mismísima sala de embarque. Y al que le pite un empaste en el arco detector, que del tirón le extraigan la piñata, no vaya a ser que el supuesto empaste sea una AK reducida a tamaño muela. Si el exceso de celo sirve para salvar una única vida, lo doy por bien empleado. Bromas aparte, lo que no deja de resultarme llamativo es que ciertos terroristas se paseen por Europa con misiles tierra-aire y todo tipo de artillería pesada y nadie les pregunte siquiera la hora. Todo esto viene a cuento de las últimas detenciones en Francia, y de los estupendos chismes de metro y medio de longitud - ¿SAM 7?- con los que los terroristas se disponían a derribar aviones, helicópteros o satélites espaciales, dado su alcance. Se fabrican en Rusia, se compran en Irlanda, los irlandeses se los revenden a ETA... y todo eso son kilómetros y kilómetros de viaje. Sin trabas aduaneras.
Juan José Millás comentaba, recientemente, que él no se sentirá seguro, ni frente al integrismo musulmán ni frente a ETA, hasta que se instale un arco detector cada cien metros, y todos seamos rigurosamente cacheados en cada esquina, en cada portal y en cada tasca. Yo lo comentaba con mi amiga Gloria, y la solución se presentó en un periquete: Se nota que ves poco la tele, chica, sino lo tendrías clarísimo ¿A qué te refieres, lindura? Pregunté intrigada- A que para que una mujer se sienta segura, sólo tiene que hacer una cosa: usar compresas aladas La gracia a mi no me hace gracia. Y me hace menos gracia aún saberme, por el capricho de unos enfermos, en el bando equivocado. Porque de bandos se trata. Hasta ahora con ser blanco, occidental, apolítico y ciudadano de bien, bastaba. Ahora no. La persecución que en su momento hicimos de indígenas, negros, judíos y moros, nos pasa factura ahora. Españoles: Nos han declarado la guerra. Y en la tele a la que me remite Gloria veo a cuatro chalados encapuchados jurar por Alá traer la guerra a mi casa. Y los datos están ahí, y ahí están los videos y está el 11-M, y los anuncios siniestros de las próximas matanzas. No sé si darle las gracias a Aznar por meternos en esta guerra. Tampoco sé si su odio es anterior, si se gestó en la batalla de Guadalete o cuando a un magrebí salido de madre se le murió un compadre en la patera. En cualquier caso, qué duro es saberse negro en tiempos del KuKuxKlan. Y qué poco segura me siento. Por más que me cacheen.