La
Fundació Pilar i Joan Miró a Mallorca se constituye en 1981, año en que Joan Miró y su esposa Pilar Juncosa hacen donación de los cuatro talleres en los que el artista había realizado su labor creativa desde 1956, año en que se establece definitivamente en la isla, hasta su muerte, acaecida en 1983. A lo largo de esos años, la idea de que todo lo que había constituido su entorno creativo quedase olvidado o simplemente desapareciese preocupaba seriamente a Miró. Ante esta posibilidad, y como fórmula jurídica más idónea, el artista decide donar al Ayuntamiento de Palma parte de su patrimonio de forma que el pueblo de Mallorca fuese el principal beneficiario de tan importante donación. En 1981 el Ayuntamiento de Palma aprueba la constitución de la Fundació Pública Municipal "Pilar i Joan Miró a Mallorca", como centro cultural vivo y dinámico, redactándose los Estatutos que la regirían en el futuro.
"La Fundación tendrá por objeto el fomento y la difusión del conocimiento artístico, facilitando la labor creadora de futuros artistas, en íntima y constante colaboración con todos los sectores ciudadanos, superando los esquemas museísticos habituales con una realidad cardinal, dinámica, que explique vivencialmente la estética del arte contemporáneo"
En 1986, cinco años después de la constitución de la Fundación y tres desde la muerte de Joan Miró, viendo que era necesaria la construcción de una sede para la Fundación, la viuda de Miró anuncia la donación de los terrenos idóneos para su emplazamiento, así como su deseo de colaborar económicamente. Con esta finalidad, dona 39 gouaches y 3 óleos para que sean subastados por Sotheby's a beneficio de la Fundación. La subasta, realizada en Madrid el 9 de diciembre de 1986, supuso un éxito; de esta manera, en 1987, el arquitecto Rafael Moneo recibe el encargo de proyectar la nueva sede de la fundación en el mismo recinto que forman los terrenos de Son Boter y Son Abrines, donde había residido el pintor. La inauguración del nuevo edificio de la Fundación en diciembre de 1992 marca la apertura pública del centro. Fieles al espíritu de Miró, la fundación organiza, cada verano, talleres didácticos de muy diversos contenidos. La propuesta del artista japonés Hiromu Saiki, conductor del taller didáctico-experimental durante el verano 2004, consistió en intervenir plásticamente en diversos espacios arquitectónicos de la Fundación. Durante dos semanas, el artista nipón, muy apegado a la tradición shintoísta, ayudó a los jóvenes participantes a ser conscientes del propio cuerpo con la ayuda del 'Sotai' y de la naturaleza que nos rodea: A partir de elementos naturales (troncos, piedras, ramas, etc), profesor y discípulos crearon piezas bidimensionales y tridimensionales con una característica común: la búsqueda del equilibrio, tema central de toda la obra de Saiki.
El Shinto
El arte japonés evidencia la proximidad entre la creación artística y una profunda intuición filosófica de la realidad. El zen, rama del budismo iniciada por Bodhidharma (o Daruma en el Japón), impregnó vigorosamente la cultura japonesa y sus diversas expresiones artísticas, como la pintura, la poesía, la arquitectura, el arte de los jardines o la célebre ceremonia del té. El zen, perfil místico del budismo, vincula su ideal de realización humana con la experiencia de lo real en su trama más profunda, entendida como un subyacente, inasible e infinito vacío del que misteriosamente procede la multiplicidad de las cosas. El arte japonés, mediante la apelación a la espontaneidad creadora, la economía de formas, la percepción íntima de la naturaleza y la elaboración de formas irregulares o asimétricas, pretendió y pretende expresar la experiencia vivificante del vacío creador. Al estudiar el arte clásico del Japón, nos sentimos impresionados por ciertos aspectos extraños de algunas de sus manifestaciones; la violencia al lado de la contemplación, lo ridículo junto a lo sagrado, la afectación aliada a una dureza agresiva. Como todas las artes de las culturas asiáticas, los fundamentos de la estética japonesa descansan sobre el elemento sagrado, sobre el contacto con mundos suprahumanos. Si el budismo aportó su elemento místico al arte del período chino Sung, el largo éxito de esta estética se debía a la cualidad de los monjes artistas que la concibieron; las aguadas monocromas salieron de los monasterios zen impresionadas de la fe y de la contemplación mística que reinaba en ellos. Este mismo fenómeno se producirá en el Japón, con la particularidad de que las primitivas creencias continuarán vivas en la religión nacional del shinto, palabra que significa "el camino de los dioses", y que los japoneses oponen al butsudo; "el camino del Buda". El shinto cree en la activa existencia de múltiples fuerzas invisibles, dioses locales, genios protectores, espíritus de las cosechas, del hogar, de los antepasados y de los parientes fallecidos, fuerzas de la fertilidad, de la generación de la vida, poderes que mueven tanto al cosmos como a los objetos. Estas fuerzas no están individualizadas ni personalizadas; son los kami, representaciones de todo lo sagrado. El universo fue creado por los tres kami, nacidos sin progenitores, y por una jerarquía descendiente que recuerda los eons gnósticos; los kami se multiplicaron y se hallan presentes en todas las actividades de la vida diaria del japonés. El culto y las creencias del shinto han impregnado la vida diaria japonesa desde hace muchos años; la liturgia de esta religión recordaba a los japoneses que existían fórmulas mágicas que favorecían la pesca, los trabajos de la granja, la fabricación de objetos; la esencia del elemento sagrado reside en todo, tanto en los objetos más simples como en las piedras preciosas, en los pescadores de bajura o en los dignatarios de la Corte imperial. Las fuerzas de la vida, los kami, están presentes en las llamas del hogar, en los jarrones de la casa, en las cacerolas de la cocina, en las vasijas, en todos objetos domésticos. Los kami velan todos los gestos de los vivos, hacen sólidos los muros, hermosos los árboles y maravillosas a las flores. Así pues, tocar la materia es tocar lo sagrado. Fórmulas de protección, de ayuda y de súplica acompañan los trabajos de los artesanos; cada oficio tenía su cofradía cuyos miembros guardaban en secreto las palabras eficaces, las técnicas de éxito para edificar una casa, construir un barco, cocer una cerámica, trabajar el hierro o modelar imágenes santas. El shinto enseñaba los formulismos y los gestos adecuados. Esta visión del mundo aún no ha desaparecido del Japón y permanece en el subconciente colectivo de este pueblo.
La estética Shinto
El shinto ha sido y es todavía el gran preservador de las artes del Japón; gracias a que su espíritu impregna profundamente a todo japonés, las constantes estéticas de su arte han sido salvaguardadas e incluso refinadas. Las principales parecen ser la interioridad, la concentración natural e intensa en un único objeto, el extraordinario sentido de simplificación y la incesante adaptabilidad a las diversas circunstancias. El artista japonés descuida la apariencia de la cosas, su forma exterior, para llegar a la verdad esencial; su pincel dibuja una forma siguiendo unos trazos convencionales, pero la idea esencial se trasluce a través de esta pintura abstracta donde el objeto natural, familiar, sólo es utilizado como un símbolo. La simplicidad domina la estética japonesa. La pobreza de los medios y de la materia, el wabi japonés, caracteriza el gran arte de este país. El elemento ornamental desaparece, las líneas se simplifican, el artista persigue ante todo las formas naturales: una vieja cepa torcida, una simple piedra de extraño aspecto, una flor silvestre... pero su ojo ha sabido captar con toda seguridad una cosa bella en sí misma, rica en evocaciones estéticas. En esto, el arte japonés es austero. Uno se siente impresionado ante la elegante simplicidad de las cerámicas, de las estatuas, de la pintura, de las artes menores, y descubre una distinción natural, una finura instintiva, un gusto infalible. El arte japonés es aristocrático, es decir, no fácil, no relajado, no descuidado.
Otro elemento importante de la estética japonesa es la importancia del vacío, de la soledad, el sabi alrededor del objeto representado, la gravedad y la pesadez del espacio que lo rodea. Las pinturas zen son notables desde este punto de vista; tres cuartas partes del cuadro están vacías, pero el conjunto posee una gran riqueza evocadora. El moderno arte abstracto occidental utiliza también el vacío, pero, a menudo, sorprende comprobar cuán evidente resulta el esfuerzo de abstracción, el intento de conseguir este efecto, mientras que en el arte oriental resulta de una espontaneidad extraordinaria. La razón, creemos, está en el valor religioso que impone el shinto al objeto, en su sacralización estética que hace aparecer su luz interior tras un detalle insignificante o la aparente vulgaridad material.