El Premio Nobel de Literatura no establece ningún canon y si lo estableciera resultaría demasiado arbitrario para merecer alguna consideración. Entre los que han recibido tan renombrado galardón hay buenos escritores que siguen siendo prácticamente unos desconocidos más allá de su pequeño país y también escritores afamados con obras para el olvido que después de recibir el premio
Por hablar sólo de los últimos concedidos a la literatura castellana, se podría decir que Jorge Luis Borges es ya, irremediablemente, un injusto ausente; el concedido en 1990 a Octavio Paz, un premio merecido y el otorgado en 1989 a Camilo José Cela, rancio y literariamente anacrónico en la recta final del siglo XX. Lo mismo que una vez concedido a Gabriel García Márquez en 1982 hace tiempo que dejó de tener sentido el postular a Vargas Llosa. Pero esto, por supuesto, es todo completamente tan opinable y dudoso como el mencionado premio, que comenzó allá por el año 1901 prefiriendo tristemente a Sully Prudhomme frente a León Tolstoi.
Pero al margen de los numerosos criterios que cada cual puede emplear para confeccionar listas de ausentes, errores y aciertos, el jurado de tan prestigioso galardón ha convertido en imagen de marca una especie de snobismo irónico que, en cierta forma, desacraliza el premio, distanciándolo de los dictados del Top teneditorial y diferenciándolo de esos muchos otros certámenes en los que los galardonados son proclamados antes incluso de que el tribunal de méritos delibere. Después de todo, no deja de tener su punto de gracia que en un mundo como el actual en el que casi todo viene ya dado, el Nobel de Literatura conserve capacidades inagotables para la sorpresa y de nuevo el premio vaya a manos de una escritora casi desconocida. Más si además, por poner un ejemplo, en la sorpresa, de vez en cuando, se incluyen agradables hallazgos como el de la polaca Wislawa Szymborska en 1996.
Como afirmara la misma Szymborska en su discurso de recepción del Premio en Estocolmo: Nos sorprende lo que se sale de una norma conocida y ampliamente aceptada, de alguna incuestionabilidad a la que estamos acostumbrados. Pero he aquí que este mundo incuestionable no existe en absoluto. Nuestra sorpresa tiene vida propia y no resulta de la comparación con nada.
La galardonada de este año, como ya todo el mundo conoce, ha sido la austriaca Elfriede Jelinek. Una Jelinek que tras comunicársele el premio decía redundando en la sorpresa: "Por supuesto que me alegro, no tiene sentido negarlo, pero siento en realidad más desesperación que alegría. No me siento preparada como persona para hacer frente a la opinión pública, me siento amenazada". Y ya sólo por esta respuesta a mí, al menos, me dan de ganas de dar la bienvenida a la sorpresa y probar en la lectura si, además de suerte, hay vida propia en el hallazgo.