A Praga le duele la primavera. Las ramas de los árboles dormidos estallan, se abren mostrando las primeras yemas. La savia circula a borbotones, en pálpitos arrolladores que pretenden recobrar el tiempo aletargado del invierno. A Praga le duelen sus árboles y también sus calles. Heridas y cicatrices en el asfalto. La mano del hombre hurga en sus entrañas, horadan los martillos y las excavadoras. Se abre y se cierra su piel de adoquín y cemento. El agua y el sol lamen sus arañazos y rasguños alternando sus caricias.
En Praga han florecido paulatinamente los magnolios, la lluvia amarilla y los tulipanes. Pero también las ametralladoras y el miedo al Corán. Las patrullas de policía se reproducen como si acataran el mandato bíblico. Crecen y se multiplican. Las embajadas se fortifican. El metro y las estaciones de tren observan atónitas el nuevo trasiego de uniformes en medio de esta explosión de color casi artificial.
A Praga le duele esta primavera más que otras. Pierde (y encuentra) a sus reporteros en Bagdad en medio de una guerrilla sin sentido, secuestrados por la ignorancia y el desentendimiento. El Viejo continente paga el precio de las alianzas con el poderoso, y su corazón también se resiente.
A Praga le duele la primavera y, mientras, comienza a extender el aroma de sus lilas sobre las laderas de sus colinas. Si los lilos hablaran
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