Este mes queremos recomendarles una salida al cine; eso sí, absténganse los adictos a los finales felices y los que tienen fe en el sistema. Se trata de un estupendo documental:
De nens (De niños), dirigido por
Joaquim Jordà. Es lo que podríamos llamar una película racimo, copiando el léxico bélico que nos han enseñado en los últimos tiempos los medios de comunicación. Como esas bombas racimo que arrasan con todo, este documental, que en principio aborda el tema de la pederastia, en realidad utiliza dicho tema como bomba que desencadena la explosión de muchos otros, de modo que se enlazan y superponen, imparablemente, las críticas a distintos segmentos de la sociedad, todas explosivas y todas, lamentablemente para nosotros, sólidas, casi diríamos inapelables: del tema de la pederastia se pasa a la manera en que es juzgada por la sociedad, es decir, el papel de la prensa y sus juicios paralelos. Al mismo tiempo, sin poder casi evitarlo, el filme nos adentra en la pobreza y la exclusión social, las miserias de la prostitución, las diferencias de clase (que existen, por mucho que los de siempre no quieran verlas ni que las veamos) o el conservadurismo exagerado, casi ultra, de determinados espacios de poder. También ofrece una reflexión sobre la ciudad contemporánea, Barcelona en este caso pero en realidad toda ciudad posmoderna, en la que se celebran fiestas-escaparate, supercool, como el Fórum 2004 (una excusa para la especulación inmobiliaria podrida de discursos de intelectuales pagados y callados) y en la que, al mismo tiempo, campan la marginación y los deshechos del neoliberalismo en los barrios de siempre. La pobreza, en suma, que es muy difícil de tapar. El filme se basa en tres estrategias distintas: la filmación de varias sesiones en los juzgados, en las que se enjuiciaba el caso de una presunta red de pederastas en el barrio del raval (antiguo chino) de Barcelona; las entrevistas a una serie de personas (políticos municipales, educadores sociales, etc) cuya opinión se supone relevante para comprender el caso; y finalmente una especie de dramatización del caso, muy especial, por parte de la compañía teatral La Vuelta, en la que se intenta dar una clave interpretativa al espectador para entender lo que está viendo. Empecemos por lo peor: tanto las mayoría de entrevistas como la dramatización sobran. Sobre todo esta última. El espectador no necesita que piensen por él. La película, sin esta grasa sobrante, sería absolutamente perfecta, porque acerca la artesanía cinematográfica a la genialidad, huyendo de todo moralismo discursivo. Simplemente poner una cámara delante de lo que pasa. Simplemente enseñar. El espectador tiene bastante con las muy inteligentes imágenes del juicio, así como las pausas y los entretiempos en que los periodistas, captados en su trabajo, enviando sus crónicas, grabando sus voces, son retratados con todo el realismo posible. Tal y como son: alguno, serio y crítico. La mayoría, banales y vacíos, indolentes de alma.
Que la ficción jamás superará a la realidad lo sabemos desde siempre, y ahora que hemos visto dos torres inmensas caer como palillos no sólo lo sabemos, sino que es una verdad engastada en nuestro ser, sabida de memoria. Y todo discurso sobre la realidad, todo intento interpretativo de comprender algo es una suerte de ficción: son sólo palabras, son sólo imágenes. Cuando la película ficciona, se hace blandegue, aburre. Ahora bien: la filmación del interior de los juzgados (el espacio mismo, el edificio donde ocurre todo, adquiere una fuerza activa, casi como la de un personaje) actúa implacablemente sobre la conciencia del espectador, lo despierta, lo sacude. Porque solemos tener una visión de los jueces extraída de las películas, de modo que el arquetipo de juez que el común de los mortales tiene en su cabeza es el del juez anglosajón, que espera, en silencio, escuchando, el desarrollo del juicio, y que, tras esperar las deliberaciones del jurado, emite una sentencia. Un juez, en principio, imparcial. Por eso cuando vemos en otra película (porque lo vemos, está ahí, fotografiado nítidamente como el cadáver de un caballo en medio de un camino de montaña) el estado catastrófico del sistema judicial de nuestro país, se nos ponen los pelos de punta. Eso es exactamente De niños, una película de terror. Una película que pone los pelos de punta. Si el director se propusiera la enorme tarea de encontrar actores que interpretaran los papeles de juez, de fiscal, del tribunal al completo que se encarga de condenar a Xavier Tamarit (sin ningún tipo de pruebas convincentes) a pasar la mitad de su vida en la cárcel, jamás podría encontrar actores, por mucho dinero y tiempo del que dispusiera, que llegaran a mostrarse la mitad de incultos, irrespetuosos, clasistas, inquisitoriales y arrogantes como los que vemos en pantalla. Como los reales. Uno no puede creer lo que está viendo. A nuestro alrededor, en el cine, se podía palpar la incredulidad de los espectadores, que no podían evitar reír con una risa nerviosa de vez en cuando, o comentar con sus acompañantes en voz baja la película cuando veían al juez sonriendo con sorna satisfecha al oír a una mujer imputada que confiesa ejercer lo prostitución, como diciendo claro, así como vas a educar bien a tus hijos. O cuando los miembros de la fiscalía se muestran rabiosos por no poder ganar una batalla dialéctica con el periodista Arcadi Espada. O cuando increpan casi con furor a un médico que dictamina que en los exámenes médicos de ciertos niños no encuentra singnos de violencia. O cuando prácticamente acusan de mentiroso a un testigo que no testifica exactamente lo que ellos quieren que testifique. Lo que la película nos muestra es que, durante todo el juicio, Xavier Tamatit, el acusado, que confiesa en público su paidofilia, es dueño de una inteligencia y una claridad de visión que los que le juzgan no tendrán jamás, y es esta inteligencia la que hace que, cada vez que habla, desate en los que le escuchan una ira ingobernable, una inclinación vesánica al sadismo. La película muestra, en definitiva, como los acusados eran culpables hasta que se demostrara su inocencia.
Al mismo tiempo, impresiona ver tan vivos a los dos mundos de siempre. Arriba y abajo. Los que juzgan arriba, los juzgados abajo. Los que se tienen por honestos arriba, a los que los honestos tienen por delincuentes desalmados, abajo. Los ricos, arriba, los pobres, abajo. La película filma un acto de ira por parte de las clases acomodadas a las clases bajas: ¿cómo se os ocurre ser tan pobres? ¿Cómo tenéis la vergüenza de necesitar recurrir a la prostitución? ¿Cómo es posible que seáis capaces de hacer cualquier cosa por cuarenta mil pesetas? Los profesionales de la justicia, en su interpretación, van desde el teatro de Brecht hasta el esperpento valleinclanesco. Dostoieviski hablaba de los honestos, a los que detestaba. Decía que un padre honesto puede trabajar toda su vida, sin darse ni un solo capricho o felicidad jamás, por el bien de sus hijos y de su patria. Dostoievski pensaba que estas personas eran las más peligrosas de la tierra, y que si existía el diablo, habitaba en ellas. Precisamente por su integridad sin fisuras. Por su entereza que no conoce matices. También lo dice Cormac Mccarthy en su genial novela Meridiano de sangre: cuando Dios creó el mundo, el diablo estaba muy cerca, justo detrás de Él. En su novela El mal de Montano, Enrique Vila-Matas nos habla de las personas normales, las personas campechanas: No me gustan nada las personas campechanas (...) sin embargo las personas normales son muy apreciadas en todas partes. Odio a esta gran parte de la humanidad normal que día a día destruye mi mundo. Odio a la gente que es de una gran bondad porque nadie les ha dado la oportunidad de saber lo que es el mal y entonces elegir libremente el bien. Siempre me ha parecido que ese tipo de gente bondadosa son gente de una maldad extraordinaria en potencia. La gente normal que juzga antes de saber nada, sólo por escuchar una acusación. Es gente que no quiere detalles, sutilezas, matices. No hay nada que reflexionar, dicen. Gente buena que jamás haría algo malo a un niño. A los pedófilos hay que cortársela, dicen. Someterles a electroshock, meterlos en la cárcel desde ya. Pues eso. Ya están en la cárcel.