En el instituto tuve un profesor de esos que marcan a un adolescente alterado y con todo sus poros abiertos. Se llamaba (y se llama espero) Jesús, daba Física y Química en 2º de BUP y tenía un apodo innombrable en estas líneas. En su clase no estaba permitida la distracción, ni siquiera podías esconderte detrás de un par de compañeros aplicados para pasar la hora desapercibido y tranquilo. Hablaba y hablaba sobre principios físicos razonando cada uno de ellos con los ojos clavados en alguno de nosotros para que en cualquier momento continuáramos su argumento. Pero siempre había un instante en el que alguien se relajaba y contestaba una barbaridad o dábamos por buenos los disparates que él decía a veces de forma deliberada. Entonces, se paraba en medio de la clase y con grandes gestos nos espetaba: Es que tenéis unas tragaderas. No tenéis que tener fe en mí. Preguntaos todo aquello que no tengáis claro. Científico o no.
Últimamente no hago más que recordar esas palabras con mucha frecuencia. Me repito una y otra vez: tragaderas, cada vez tengo más tragaderas, me como más y más principios, valores, rigor, profesionalidad, mentiras, falsas excusas; todo lo acepto como bueno. Consiento que me manipulen la opinión unos medios de comunicación tanto o más manipulados que yo, viendo unos programas que no aportan nada, unos informativos que oscurecen el ánimo con un pensamiento único e inamovible que lo invade todo. Consiento que la mayoría de la clase política sea una ignorante, incapaz de ver más allá de sus siglas, de sus consignas. Acepto que algún político diga públicamente que no respeta las ideas del adversario, que digan de un partido político normal y corriente que son unos asesinos por pensar diferente, que echen euros a la cara de una periodista por preguntar lo que no debe y sus compañeros rían el gesto, que me mientan descaradamente, que justifiquen lo injustificable, que no pidan perdón, que no hablen (que para eso se les paga), que no me escuchen, que se llamen de todo menos bonito y luego se van a tomar un café juntos. Consiento de buena gana que haya hombres que maten, violen, apuñalen, apaleen, tiren por la ventana, quemen, asesinen a sus hijos y griten a mujeres que sólo están enamoradas (maldito amor, yugo que castiga el corazón). Y me parece bien que no se haga nada al respecto, ni siquiera siento un poco de remordimiento por ser del mismo género que ellos. No me cuesta digerir que un alcalde toque a la hija de un amigo, que un cura (o dos) en vez de ostias da cachetes a sus monaguillos. Trago de un golpe que muchos jóvenes sean unos adocenados desde el instituto, no piensen por sí mismos e incluso no sientan la más mínima necesidad por cuestionar nada. Y me quedo tranquilo, pensando que yo no tengo la culpa que es de la sociedad, que les ha dado todo lo que han pedido y sin embargo se sienten perdidos, desorientados, desarraigados, aburridos con su existencia. Pero eso son cosas de chicos, es normal a su edad. Sonrío e incluso canturreo la música que retumba en el salón una y otra vez, una y otra vez en todos y cada uno de los canales (cada vez son más) de la televisión (nueva, eso sí). No me doy cuenta de que las canciones que a mi me parecen la misma son diferentes y diferentes sus cantantes. Y no me preocupa porque eso es lo que tengo que hacer. A mí con vivir ya me vale.
Pero cuándo sucedió, cuándo fue el momento exacto en el que me quedé con la boca abierta y comencé a engullir sin dificultad todo lo que me dan sin preguntar si será bueno para mí. He dado por supuesto que todo lo que me proporcionan es bueno, no?. Porqué iba a ser malo?. He cambiado el rigor, el nervio, los principios, la dignidad por la comodidad ( del sofá), la tranquilidad personal, el trabajo estable (si es que existe), el zapping mental. Definitivamente he delegado todas mis opiniones, decisiones y voces a un voto, un botón del mando y a un banco.