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Según acaba de hacer público un comunicado distribuido por la American Astronomical Society, el telescopio espacial Hubble ha detectado, por primera vez, la presencia de oxígeno y carbono en la atmósfera de un planeta ubicado fuera de nuestro sistema solar. El gigante gaseoso, llamado HD209458b, orbita una estrella situada a 150 años luz de la tierra, y pertenece a un tipo de planetas conocido como los Júpiter calientes.
Tengo un amigo que se llama Enrique. Enrique escribe en un diario y desde su columna se lamenta de todo lo que le es propio y extraño. Sus lágrimas de esta semana se han vertido sobre el Hubble, y se han vertido tanto y tan magistralmente, que he decido, por una vez, arrinconar al abuelo zulú interno y hacerme eco de sus lamentos.
Por Enrique sé que el Hubble orbita sobre nuestras cabezas desde 1990, y que desde el año 93 ha sido la voz del universo. También sé y esto lo sé porque tiendo a fijarme, y no porque lo desentrañen los diarios - que un cowboy llamado Bush (el mismo tipo que llevó la muerte a mil hogares, la posguerra eterna a un país, y luego se fotografió junto a un pavo de atrezzo) primero se encaprichó de Irak, luego de la Luna y finalmente de Marte. Doy gracias a los dioses porque su capricho aún no haya llegado a Venus, pues lo mismo enviaba un cohetito y dejaba a la humanidad tocada de amores para los restos. Quizá Venus no le tiente porque, si se sabe donde mirar, el planeta puede verse incluso de día, y es vox populi que aquello que se ve a todas horas acaba volviéndose invisible. El caso es que con tanto antojo y derroche de parné, ya no hay dinero para el telescopio orbital Hubble en el nuevo programa espacial de la NASA; Nadie le cuidará, nadie reparará sus giroscopios ni sus lentes, dentro de tres o cuatro años dejará de funcionar para siempre, y el universo volverá a ser un lugar silencioso y remoto, absolutamente incomprensible, vamos, como lo ha sido siempre. Luego el Hubble se estrellará en algún océano, lo cual me parece aún más inmoral que invadir Afganistán o ponerle unos brazos de goma al niño Alí desmembrado se lamenta mi amigo en una sombría columna. Durante diez años, y de ello soy testigo, Enrique le ha escrito al Hubble innumerables artículos de amor y admiración ciega; de amor porque el amor verdadero jamás se elige, y de admiración porque el Hubble, que veía todo lo que había, también era capaz de ver lo que hubo, ya que cuando se mira muy lejos lo que se ve no es el espacio, sino el tiempo. Hace diez años, las galaxias estaban tan jóvenes y turgentes como recién salidas de las manos del creador, y, gracias al mirón artefacto, los científicos han podido elaborar teorías físicas tan retorcidas como ciertos sonetos de Quevedo. Enrique, que además de sordo flojea de la vista, nunca hablará de la necedad de Carod Rovira, de los mítines en chamarreta ni de Tontiloca Jackson, esa arma de distracción masiva que tanto nos entretuvo con su pezón estrellado, pero sí reclamará manifestaciones de astrónomos frente a la Casa Blanca, una marea de pancartas contra una iniciativa que acallará la voz del universo para siempre. Cuando esto ocurra, todos seremos sordos y ciegos, y tal vez entonces, sólo entonces, compartamos la especial sensibilidad de Enrique hacia el Hubble.
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