La relación de dos desconocidos en un país extranjero, abandonados a sus propias circunstancias; el uno, un actor en horas bajas (Bill Murray en un papel espléndido, quizás el mejor de su carrera si descartamos el de Atrapado en el tiempo) que viaja al Japón contratado para dar imagen a una marca de whisky; la otra, una joven (Scarlett Johansson) que acompaña a su marido en un viaje de trabajo y pasa la mayor parte del tiempo en la soledad de su hotel.
Dos almas perdidas en la inmensidad metropolitana de Tokio, ciudad que se convierte en el tercer protagonista de la película. No hay humanidad en esta urbe hiperdesarrollada en la que las relaciones se mantienen en discotecas ruidosas y oscurecidas, en la que se entonan karaokes improvisados hasta altas horas de la noche y en la que el ser humano ha de enfrentarse a una absoluta carencia de comunicación (pese a la cantidad de medios que llevan tras de sí esa etiqueta).
Un mundo de relaciones a través de mensajes enviados por fax, de conversaciones banales en la distancia telefónica, de frases vacías de un matrimonio maduro más preocupado por el color de la moqueta que por el devenir personal, o de un matrimonio joven en el que el trabajo se convierte en el muro en el que chocan todos sus diálogos.
Hay en la última película de Sofia Coppola una mirada lánguida y poética sobre las relaciones, sobre el individuo sumido en su soledad y sus contradicciones. La directora nos guía con pulso sensible por un filme repleto de sugerencias, en lo que lo relevante no está en lo que se dice sino en cómo se dice, en cómo miramos a los demás y en esos pequeños secretos que marcan con su presencia cada una de nuestras vidas.
Sofia Coppola es capaz de mostrar y sugerir, de hacernos pensar o de llevarnos a través de las imágenes (y eso es precisamente el cine) por el viaje interior de dos personajes abocados a necesitarse. En este sentido, el encuentro entre Bob Harris (Bill Murray) y Charlotte (Scarlett Johansson) nunca puede ser fortuito: son dos soledades que se requieren, que buscan desesperadamente el silencio de sus propias miradas, las sonrisas de unos ojos necesitados de cariño.
El amor puede no pasar por el sexo, ni siquiera por una larga vida en común; puede ser tan sólo el breve momento en que buscamos a otra persona para sentirnos comprendidos y compartir experiencias e inquietudes. A través de las imágenes comprendemos las dificultades de dos seres perdidos no sólo en un país extranjero sino en sí mismos, envueltos en un constante ruido de fondo que les impide escuchar y ser escuchados, que los aleja de la persona para convertirlos en otro elemento más de una urbe fantasmagórica y terrible.
Lost in Traslation es así como un susurro delicado y complejo irónico y vital, tan frágil como la última frase que le dedica Bob a Charlotte, que llenará de recuerdos toda su vida.