La obra de Henry de Monfreid, amplísimamente publicada en casi su totalidad, permanece en la actualidad en un premeditado y descuidado olvido, todo ello debido a razones de toda índole que no viene a cuento enumerar. Su fuerza, su valentía y su sinceridad en el sentido más amplio de la palabra rompen cualquier distancia con su presente, con su futuro e, incluso, con su pasado más remoto.
Buena parte de los mejores escritores que he tenido la suerte de leer ha seguido un esquema vital parecido. Valga como ejemplo toda la literatura del Siglo de Oro (española, portuguesa e islámica) existente desde la conquista de América del Sur, México, Texas, Indonesia y, prácticamente, hasta el Océano Pacífico. Todo ello, lejos de forjar una raza de «cronistas charlatanes», alumbró una verdadera estirpe de cronistas absolutamente comprometidos con su tarea de viajeros, aventureros, comerciantes y conquistadores.
En el caso de Henry de Monfreid hay que hablar de un escritor y antes de eso de un viajero y hombre de acción absolutamente vocacional, inmerso en multitud de contradicciones procedentes, obviamente, del entorno que eligió como realidad.
Ideológicamente apátrida, paradójicamente patriota, describe buena parte de la historia, y no sólo de Francia, su colonización y descolonización, sino también la asimilación de productos culturales, raciales, sociales y políticos de la parte históricamente más actual del siglo XX.
Escrito justamente antes de la I Guerra Mundial, narra el crecimiento de armamento ya periclitado en anteriores conflictos (Guerra Franco-Germana) para útiles de imprevisibles conflictos coloniales, y cuenta como absoluto cómplice y protagonista al Mar, única vía de comercio y conquista, en el mejor sentido de la palabra, de la época.
Huelga decir algo ya harto repetido, pero completamente cierto: los océanos unen y los desiertos separan. Nunca mejor que aquí este hecho tan sencillo desde Cortés a Colón pasando por Magallanes, Balboa, Mendes Pinto, Elcano y todo aquel que, prescindiendo de bandera y religión, ha hecho de las distancias y del modo de salvarlas su ley de vida.
Henry de Monfreid desembarcó marsellés en Djibouti, como comerciante no vocacional. Al año estaba navegando en el cabotaje de armas de procedencia francesa en un butre árabe, comerciando por su cuenta con tribus árabes enconadas entre sí, en guerras entre tribus sudanesas o abisinias de distintas etnias. Y todo ello lo llevó a cabo con el beneplácito, otorgado con la boca chica, del ejército colonial francés.
En lo referente a otros viajes posibles gracias a la flexibilidad y, sobre todo, al interés de los países en litigio, todo estaba permitido. El tráfico de armas y estupefacientes no sólo era tolerado, sino además apoyado, ocultado y promovido por los países en liza, en mayor o menor relación, en Asia Menor, el Mar Rojo, el Mediterráneo Oriental y las costas de África, Yemen y Arabia Saudí. Todo ello estaba en manos de franceses, ingleses, italianos, alemanes, turcos, griegos y naciones africanas con enconos seculares e intereses coloniales contrapuestos.
El libro se refiere muy directamente al tráfico de armas de Francia con sus colonias (armas que se volverían con harta frecuencia en su contra). No existe, por tanto, «moral» alguna que sustente la del autor, más que una entereza y un valor a prueba de bombas.
El caso del viajero Henry de Monfreid y, desde luego, del escritor Henry de Monfreid poco tiene que envidiar a todo aquello que he tenido oportunidad de hallar en la literatura, y sobre todo, lo más sorprendente de este libro es que, a casi un siglo vista, mantiene una desconcertante actualidad.
No se trata de un caso aparte, desde luego. En la literatura francesa del siglo XX existen precedentes visionarios de su misma talla (Albert Camus, Louis Ferdinand Celine o Blaise Cendrars) que entroncaron y tomaron partido sin ningún tipo de concesión con su entorno social de entonces, de ahora y de hasta no se sabe cuándo.