Año 2004. Una fecha cogida al azar: martes, 25 de mayo. Nada más abrir el periódico uno se encuentra con dos fotografías. En la primera, el pie de foto indica que se trata del presidente Bush saludando con una herida en la barbilla. En la segunda, soldados de EE.UU. y policías irakíes revisan el coche destruido por una explosión a la entrada del cuartel general de las fuerzas ocupantes. El titular que acompaña la primera fotografía dice que los Estados Unidos y el Reino Unido aseguran que Irak va a entrar en una nueva fase. El titular que acompaña la segunda fotografía que han muerto mil doscientos irakíes en los últimos 45 días de combates. La herida en la barbilla de George Bush se la produjo en una caída mientras paseaba en bicicleta. Según una fuente del Ministerio de Sanidad irakí citada por France Press, entre los irakíes muertos hay cuarenta y nueve mujeres y treinta y siete niños.
En abril dedicamos un número especial de Luke a la barbarie de la matanza del 11 de marzo en la estación de trenes de Atocha. Si los muertos contaran a peso tendríamos que dedicar los seis números siguientes a los muertos en las matanzas de Nayaf y Kerbala. La muerte es siempre la misma, los sentimientos, sin embargo, no los moviliza la muerte sino la estética de su escenificación. Se puede llorar más por un perro que por mil doscientos seres humanos. Hay números que aturden, quizás mil doscientos no sea un número que aturda. En Treblinka en 45 días morían varias decenas de miles de personas y la gente que habitaba en la campiña cercana decía que no sabían lo que allí pasaba. Que aunque pudieran sospecharlo, no lo sabían con seguridad. Que aunque en cierto sentido pudieran saberlo, en otro sentido no lo sabían o no podían permitirse saberlo, por su propio bien.
El bien justifica los medios; los medios para mirar y no ver. Dos, veinte, doscientos, mil doscientos. Solamente tenemos una muerte cada uno. Solamente podemos entender las muertes ajenas una por una. Estas palabras son de Elizabeht Costello, un personaje de ficción en un mundo de valores ficticios y muertos reales. Muertos que podemos contar sin que el horror aumente o disminuya una micra de gramo desde la primera a la última muerte.
Habitamos al lado, apenas a un continente y, aunque deseamos olvidarlo para preservar nuestro bien, -como diría el sueco Claes Andersson- mentiríamos si dijéramos que no sabemos que todavía se conservan en el sótano secreto planos del horno crematorio y la fábrica de jabón.