Un semáforo es un punto de encuentro de miradas que no se desean. La parada obligada y un ballet de cabezas girando sin proponérselo buscando las otras cabezas tras el muro protector de las ventanillas. Y el contacto. La repulsión simultánea de cuatro pupilas a las que un ancestral instinto gregario impulsa a buscar su reflejo en la mirada del otro. Después, un segundo incómodo. Y el desvío.
Consideramos al desconocido como un osado extranjero que podría atracar en nuestra orilla sin orden de registro. Y eso nos dispara los recelos. La hostilidad al acecho. Porque una mirada puede ser también un allanamiento de morada. Exigimos la mano del otro en el extremo de la angustia, pero nos asquea en la seguridad. Somos lobos urbanos en constante definición de nuestro territorio y no permitimos que ningún ojo intruso salte la verja sin castigo. Y el único castigo posible es el desvío. La indiferencia a dúo de los dos extraños que nunca desearon mirarse.
Si Sartre estaba en lo cierto y el infierno son los demás, cabe preguntarse qué es, entonces, el Cielo... Quizás sea sólo ese momento de gracia, rarísimo, en que uno de los desconocidos del semáforo deposita en la orilla del otro un gesto cómplice que rasga el velo del altar. Un guiño, una sonrisa infinitesimal que rompe el espejo y su extinto diálogo autocomplaciente. Que recompone la esperanza de que no todo está perdido.