El mundo está como está (porque aún tengo ganas de llorar). Pero dejando a un lado los Grandes Problemas de altura, que ahí poco podemos hacer para solucionarlos, quiero ir abajo del todo, a ese terreno pedestre y peatonal en el que nos movemos la inmensa mayoría de los mortales con más pena que gloria pero con dignidad. Pues es aquí abajo, digo, donde tenemos que vivir y aguantarnos todos y cada uno de los días de nuestra vida. Y yo que me muevo, ando, miro y convivo, también percibo que nos hemos convertido, y yo el primero, en unos quejicas profesionales. Porque no aguantamos nada y nos quejamos por todo. Nada tenemos a nuestro gusto, no nos fiamos de nadie, siempre creemos que el otro se quiere aprovechar, quiere engañarnos. Nada ni nadie nos convence a no ser que seamos nosotros mismos. Tenemos la espoleta de la olla a presión al límite desde las ocho de la mañana. Y tarde o temprano siempre estalla por algún lado. Sirvan como ejemplo estas pequeñas píldoras, para ilustrar esa desconfianza innata que hemos desarrollado con el paso del tiempo.
La Navidad siempre ha sido el momento del año en el que casi por obligación tienes que tener un sonrisa dibujada, incluso incrustada diría yo, durante todo el día. Tienes que ser bueno, generoso, amable , bienintencionado y además saludar a tus vecinos (a todos). Mucha gente se queja y se pregunta porqué necesariamente en esos días hay que ser feliz y sonreír porque sí. Y porqué no? Respondo yo. Ojalá todas nuestras obligaciones fueran esas. Todo el mundo tiene derecho a estar del humor que quiera cuando más le apetezca pero tampoco viene mal que durante dos semanas o tres al año nos obliguen las circunstancias a comportarnos no ya para sentirse mejor uno mismo sino para hacer sentir mejor a los que te rodean. Digo yo.
Era domingo por la mañana. La panadería estaba a reventar de gente impaciente por conseguir el pan más fresco de toda la tienda. Va pasando la cola hasta que se para en la señora, vestida de domingo y recién llegada de la iglesia, que estaba justo delante de mí:
- Por favor, dame una de media cocción.
La dependienta muy diligentemente hace lo que le pide y pone encima del mostrador el pedido solicitado. La señora, con gesto de disgusto espeta a la chica:
- Oye, me puedes dar otra barra?. Es que esta no tiene los cortes paralelos, y sino no me gusta.
La dependienta arregla el terrible error y con el mismo gesto de consternación e incredulidad que yo, me atiende. Ya no sabía lo que quería comprar. Es una situación tan absurda y tan irracional que tratar de explicarla es volverte loco directamente y sin pasar por el frenopático. En cualquier caso, no se si serán deseos de ser más listos que la dependienta o que realmente la colocación de los cortes hechos a la masa inciden en la calidad y el sabor del pan, y nosotros sin saberlo.
Haciendo un reportaje compartí unas horas de trabajo con el jefe de los servicios de limpieza urbana de un ayuntamiento vizcaíno. El hombre de cincuenta y pocos años me contaba, afable y simpático, los pormenores de la profesión de barrendero. Uno de ellos es el madrugón. Y sobre eso me relató una anécdota.
Cinco menos cuarto de la mañana. Las calles desiertas y el jefe en su furgoneta camino del trabajo parado en un semáforo. Éste tarda en ponerse en verde y cuando lo hace el coche de delante se despista y no reacciona rápido. Mi interlocutor se pone nervioso y le empieza a pitar increpándole su tardanza. En ese momento, me cuenta, advirtió lo absurdo de su acción. qué prisa tenía yo de madrugada, nadie en la carretera, todo el mundo durmiendo y yo que llegaba a tiempo al trabajo. Y el mismo se respondía: ahora andamos con prisas para todo, no somos capaces de respirar hondo y tomar las cosas según su importancia. Ante esto poco más hay que añadir.
Llevo casi once años viviendo en un pueblo de menos de dos mil habitantes y aquí el saludo cuando te cruzas con algún vecino es habitual y casi diría que obligatorio. Sin embargo, ya con esa costumbre de buena educación adquirida, me acerco a tiendas, instituciones, organismos varios, puestos de trabajo, etc... (ya no digo las ciudades porque el tumulto de gente hace imposible dar los buenos días a los peatones con los que nos cruzamos) y quedo como un auténtico pueblerino y paleto sin civilizar. Como si lo cívico sea mirar para otro lado cuando te piden la vez o sea recibir miradas sospechosas en la cola del banco creyendo que quieres distraerles para colarte y que te humille cuanto antes el de la ventanilla.
Siempre que me quedo con la palabra en la boca cuando saludo o doy los buenos días, me acuerdo de aquella película de Vittorio de Sica, Los Jueves milagro. Un film precioso que narra la historia de un muchacho huérfano en plena Italia neorrealista. En una de las primeras escenas, el niño sale por primera vez del orfanato y a la primera persona con que se topa, un hombre de negocios serio y con la cabeza agachada directo a su trabajo, le dirige un claro y sonriente Buenos Días, señor. El hombre desconcertado mira al muchacho y la emprende a paraguazos por atrevido y maleducado. Así me siento cuando no me contesta nadie en mi saludo, apaleado por el silencio más absoluto.
Y termino retomando la cita que encabeza el artículo. Podemos evitar engaños, timos y confianzas. Podemos endurecer el carácter a fuerza de abusos de nuestro buen hacer como personas. Pero jamás debemos perder el norte de nuestra educación y nuestra sensibilidad y ternura. No podemos dejar que la dureza de nuestra realidad se coma nuestra capacidad de sonreír a quien no conocemos.