La ciudad muda su piel de asfalto, como una serpiente que se renueva y rejuvenece. Se despereza lascivamente bajo el sol o se retrae cuando las gotas de lluvia martillean su epidermis. Su metamorfosis a ratos es demasiado vertiginosa y, caminando por sus calles, uno se siente a veces extraviado.
Aquí había una librería y ahora hay una inmobiliaria
Entre Holesovice y Troja hay un puente de acero pintado que atraviesan los tranvías en su ascensión a la colina de Ladvi. El Vltava se arrastra lánguidamente bajo su estructura metálica. Desde las ventanilla de los tranvías que por él cruzan se observan distraídamente las dos residencias de estudiantes que se elevan como ciclópeos termiteros de cemento ante el meandro de río. Todos solíamos usar este puente y estos tranvías; subían bulliciosos y animados. Ahora, cruzamos el río por debajo de sus aguas en una rapidez pasmosa e invidente, lo único que vislumbramos son las tuberías y cables del metro. Hemos abandonado a los tranvías, calmadas orugas aéreas, por un ofidio subterráneo.
También hemos abandonado el concurrido cruce de Strossmayerovo Namesti, sus innumerables tranvías y sus pequeñas tiendas. Aquí se aglomeraban los viajeros, ojo avizor en todas sus esquinas, repletas de posibilidades de transbordo y ahora pasan de largo hasta la estación Vltavska para ser devorados anodinamente por el metro. Con el tiempo cerrarán estos comercios. Aquí había una ferretería y ahora hay un banco
Esto, dicen, es el progreso