Acaba de aparecer en España la novela
El silenciero, del argentino
Antonio di Benedetto (Adriana Hidalgo Editora). Un texto certero y nítido que más que una crítica parece pedir más bien ideas sueltas, pensamientos:
Lleva un título sociológico: documenta el crecimiento de la gran ciudad. Un paisaje nuevo que nos entra por los oídos. Como en la ciudad nacen cada día ruidos nuevos a medida que los nuevos pobladores que la hacen crecer se ocupan en oficios (mecánicos, albañiles, fontaneros, operarios de fábrica), el protagonista opone a todos los oficios uno propio: él será silenciero.
Es un oficio ingrato que no produce plusvalía alguna, pues tan sólo favorece a quien no tiene más remedio que dedicarse a él por una cuestión de salud mental. Más que oficio es tratamiento médico. El silenciero se pasa la vida intentando hacer (o que se haga) el silencio, porque está enfermo de ruido.
El ruido no deja al silenciero elegir libremente: convierte las decisiones en actos convulsos, en impulsos. La actuación, azuzada por el ruido, le gana la mano a la reflexión. El ruido se apodera gradualmente de la persona. La convierte en un ser endemoniado, en un energúmeno. El demonio es la incapacidad de pensar con claridad.
Luego está la sospecha de que el ruido no sea el problema, sino más bien el síntoma. Que, con su capacidad aglutinadora, con su potente epicentro que concentra la atención, tape el verdadero problema como un manto irreversible. Si no se acaba el ruido, no podremos saber si la alienación de los afectados por el ruido es externa o interna. Si el ruido es un mal o sólo una secuela.
Besarión, el mejor amigo del silenciero, es además su otro yo, el hombre que podría haber sido de haber escapado del ruido a tiempo. Besarión sale del país y pasa la vida viajando por Europa. Pero no sabemos si escapa del ruido para viajar por el mundo o si, por el contrario, viaja por el mundo para huir del ruido. A Besarión lo encuentran muerto. Es un Cristóbal Colón inverso, innecesario, a destiempo: un viajero suicida.
La ciudad elefantiásica: es la gran ciudad latinoamericana. Desordenada, a retazos parisina, monstruo que crece y crece sin parar: Buenos Aires, Lima, Sao Paulo, Ciudad de México. La ciudad del silenciero es la fotografía de un momento cualquiera del crecimiento exagerado de una arquetípica ciudad, allá por los años cincuenta o sesenta. Este Kafka en latinoamérica es distinto. La ciudad es su útero, pero su lengua, su yiddish, es el español bañado de ruido. No vemos la cuidad completa, sólo un pequeño segmento de barrio, quizá cuatro calles. Una muestra, así lo llaman los estadísticos. ¿Representativa? Nos da igual.
El taller mecánico que le ponen al silenciero al lado de su casa produce un ruido de metales chocando unos contra otros. El coche, gran símbolo del nuevo mundo. Walter Benjamin decía que uno de los motivos por los que París era la capital del siglo XIX, el modelo de la ciudad nueva, fue el uso del hierro en la arquitectura: se diseñan los pasajes, donde la gente acude a ver los primeros comercios de productos de lujo. Es el embrión de la ciudad (moribunda de cáncer) del silenciero, que grita: ¿por qué las fábricas y los talleres mecánicos están en las mismas calles que las casas donde se vive? ¿Por qué vivimos con la tortura del ruido?
El silenciero se casa con Nina y no con Leila, estando enamorado de ésta. Dice: Me casaré con Nina. Es lo más fácil, sí, mucho más fácil que todo lo demás. El ruido permite sólo lo más fácil, es decir, lo que exige menos reflexión. Entre casarse por amor o por comodidad, o entre casarse o no casarse, está muy claro qué es lo más fácil, lo que más pesa. El silenciero acaba no optando, dejando que la gota engorde hasta rodar cristal abajo por su propio peso. También tendrá un hijo por el mismo procedimiento.
El silenciero quiere ser Kafka, pero Kafka podía escribir sin que el ruido se lo impidiera. El silenciero no. Quizá Besarión sea ese Kafka, esa imagen que el silenciero tiene de lo que no eligió. Besarión no se casó. No tuvo hijos. Pero su figura, su perfil, se le va perdiendo al silenciero con el tiempo. No sabe bien qué vida ha llevado, y cuando muere no sabe bien por qué, qué fin le condujo a qué otro fin.
Una lectura política: cómo no pensar en el ruido como una alegoría de la opresión política, de la dictadura. El silenciero no decide tranquilamente, no puede escribir, vive sin amor, acongojado por los ruidos que clasifica concienzudamente como un escriba insomne. Se solaza con su neurosis. Vive por y para su lucha por el silencio. Si sustituimos el ruido por un régimen político, la alegoría le convierte en un guerrillero patético y desnudo ante las máquinas del ruido: un escritor inepto para la acción que ni escribe ni lucha.
Finalmente, el silenciero acaba en la cárcel tras delinquir, impulsado por su destino. La lucha de la propia salud contra el progreso que la quebranta se acaba convirtiendo un una violencia interior que se sacude hacia fuera. En el momento en que escribió esta novela, Di Benedetto no preveía que, doce años más tarde, la junta militar argentina le arrestaría durante un año y medio y le torturaría. Nunca se recuperó. Nunca supo por qué le arrestaron.