Nota de la redacción
La desaparición este otoño pasado de Juan Perucho no ha pasado desapercibida.
Escritor extraordinario, por su calidad artística y por el cultivo de esa categoría de lo extraordinarioque funde lo real y lo fantástico, Perucho ha dejado su huella de melancólico escepticismo, en el justo término, a lo largo de una obra mediterránea hecha de erudición y fantasía, de novela romántica, ensayo apócrifo y culta ironía.
Traemos hoy a estas páginas, como obituario, uno de sus libros, Diana y el Mar Muerto, donde parece flotar evanescente en la fina sal del humor su figura, a la par que se desvanece su sombra en el desván de la memoria como un amable fantasma.
(Reseña de Diana y el Mar Muerto, de Juan Perucho. Ed.Montena)
Diana y el Mar Muerto es un tríptico cuyas tres tablas -El Mar Muerto, Diana y El Mar Muerto y Ejercicio literario -se encuentran dispersas -como pecios del naufragio de la niñez- en los encantesde la memoria, perdidas entre una ligera y heterogénea resma -cuatro pliegos- de recuerdos apócrifos y vívidas fantasías a la luz de una hiriente poesía, donde conviven las figuras entrevistas en la infancia -o los ecos de sus enigmáticas conversaciones fragmentarias-, con los espectros de unos afables hombres invisibles o los personajes míticos de novelas bizantinas -El caballero Kosmas y la dama Egeria-, y convocados al conjuro de la hora bruja, en el momento de la sensación verdadera -la emoción magnífica, de poso melancólico y crepuscular, de la pérdida, de la ausencia y la lejanía, de la muerte-, entre una botánica mutante y la fauna autóctona de algún agreste valle catalán en el que revolotea un mirlo blanco, sobre amables estampas viradas a sepia de una guerra civil -juego del perro de Mascota y los gatos de La conversación- librada en la adolescencia, con un costumbrismo naïf o ingenuista ajeno a cualquier heroísmo.
Perucho despliega el teatrillo de la memoria de su infancia -de amigos reales o adivinados, parientes cercanos y demás familia-, entre resonancias cosmopolitas y fragancias mediterráneas, recreando el pasado al óleo de las artes plásticas -Miró, Velázquez, Vermeer, Bonnard, Renoir, Miró- y a la sombra de la decadencia de la arquitectura del Mediterráneo, expresión de un esplendoroso deterioro, de la vida gloriosamente arruinada, pero siempre reinventada desde los sueños de la cultura.
Y en este escenario se inscribe precisamente el drama impresionista en tres actos de Diana y el Mar Muerto: el espacio y el tiempo -las dimensiones del teatro- de una marina -El Mar Muerto: Tristes son estos parajes y esta mar salada; Diana consulta su reloj. El tiempo es un poco frío- y el planteamiento de una acción tan sólo insinuada en un paisaje con figura -Diana y El Mar Muerto-, con un nudo y desenlace sepultados por la marea de la guerra: El joven profesor había declarado que su amor podía más que la muerte-, que se acaba con un Ejercicio literario en el que se reafirma el carácter esencialmente literario de la vida -en ese regocijante juego intertextual en que confluye la tríada de prototipos femeninos del imaginario del narrador: la Diana del compañero de armas, la Nunú nacida de un grabado y la Albertine de Proust-, cerrando el círculo del ejemplar de El Mar Muerto
-En una ocasión, le regaló el libro de Costantin Zoubichryn, El Mar Muerto-.
QUMRAM PERUCHO O EL MANUSCRITO DE EL MAR MUERTO
Como un arqueólogo que tratara de recomponer el mosaico de su juventud -obra narrativa (poco importa, no obstante, su adscripción a un género) escrita en 1953, pocos años después del descubrimiento de los manuscritos de Qumram a orillas del Mar Muerto-, Juan Perucho bucea en pos de la tesela de cada instantánea tomando nota y dando fe poética como buen notario de la imaginación que fue en su vida profesional- de los hallazgos que se sedimentan en el recuerdo, de los materiales de aluvión de la enumeración caótica que, al modo cósmico y colorista de un Miró, se acumulan en las estampas marineras postreras, al igual que en aquel delta -paisaje después de la Batalla- del Ebro en su derramamiento de sangre en el Mediterráneo -nuestras vidas son El Ebro que va a dar a la mar, que es el morir, a manos de una cainita mantis religiosa-, entre bonancibles salidas -a bordo del Perla- a un mar que es un reflejo en el espejo azogado del Caribe -La Perla de las Antillas, en ese Mediterráneo invertido del otro lado del Atlántico-, y que se comunica con el Mar Muerto -laguna Estigia paralizada, necrosada, quieta-, ese cementerio naturalizado, disecado, fósil, de la mar salada con la memoria macerada en salmuera, que sale a relucir -y a flote- en el título con su connotación de tiempo perdido -ido-, y un eco apresado, retenido, conservado en salazón entre las páginas de un libro y tan sólo audible -con automatismo de caja musical- en el manuscrito de El Mar Muerto.