La mañana parece estancada o prendida a los infinitos hilos de neblina que ocultan la ciudad. Afuera hace frío, lo sé; siempre hace frío en mañana así. En el reducido espacio de mi estudio la tibieza del radiador se extiende en suaves oleadas. Durante un rato observo los libros y me doy cuenta, acaso por primera vez, de la exacta geometría que los constituye.
El perímetro interior de la biblioteca se ha ido convirtiendo en un mural de formas paralelepípedas, en algo más cercano a un cuadro cubista que a una habitación habitada. El saber, los mundos ficticios, las reproducciones artísticas, todo está regulado por el exacto número de líneas que caben en cada página, por los centímetros que componen el área de cada lámina y de cada cubierta y portada. Puede que nunca contenga la biblioteca todo el saber, todos los libros escritos y lo que aún se han de escribir, lo dicho y lo pensado, lo musitado y lo negado, como soñó Jorge Luis Borges, o acaso él se refiriera a una teoría filosófica y su contraria, un axioma matemático y el que lo refuta. Tampoco albergará el elenco completo de personajes literarios, ni todos los escenarios, y mucho menos todas las tramas posibles, y aun las imposibles. Eso sí, todo lo que haya estará regido por las estrictas normas que marca la geometría.
Me doy cuenta ahora de la enorme distancia que lo separa de la vida. Aquí no hay formas proporcionales, ni reglas establecidas, ni líneas que apuntan a un fin último. No existe la certeza matemática ni la regla de la perspectiva. Todo puede ser posible e imposible, contradictorio incluso hasta un límite que no se dará nunca en las creaciones humanas. ¿Importa eso verdaderamente? ¿Importa que en el mundo predomine el caos y la confusión?, ¿los trazados curvos, las revueltas y las indecisiones?
No, no creo que importe porque forma parte de su riqueza. Tampoco debemos olvidar que es ley natural y nada podemos hacer por cambiarla. El Arte, o sería mejor decir, ciertas exploraciones artísticas se han acercado a esa vida caótica, incomprensible y absurda. Un arte que se complace en registrar los mínimos detalles, las zonas oscuras, el paso del tiempo. Un arte, a su vez, que es desmitificador, y para el que las áureas reglas de la proporción carecen de sentido y de justificación histórica. Un arte que es el resultado de experiencias históricas que le han ido abriendo algunas puertas y cerrando otras para siempre.
Me sorprende aún cada día, a pesar del tiempo transcurrido y del tiempo dedicado a reflexionar sobre ello, que el arte se interese por lo deforme, por lo obsceno, por lo repulsivo. Es como si las líneas que la Estética romántica rechazó, hayan terminado por emerger dos siglos más tarde para terminar confundiéndose con aquello que lo negaba y que intentaba neutralizarlo u ocultarlo. El arte, los artistas, la sociedad, han decidido sustituir lo sublime por lo obsceno, su reverso simétrico. En poco menos de dos siglos hemos pasado de la belleza sublime al horror sublime como si todo aquello que nos prohibimos haya terminado por explotar y ahora nos complazcamos en la desagradable belleza que se esconde en lo deforme, lo horroroso, lo repugnante y lo abyecto.