El pensamiento es a menudo como la nieve, aprehensible solamente durante un breve instante, luminoso en su blancura hasta que el contacto con la palabra lo oscurece dejando sus manchas parduzcas en las orillas.
Praga es blanca durante el sueño, un parpadeo nocturno. Al amanecer horadamos y embarramos ese manto mullido y crujiente que ha crecido en silencio sumando estrellas cristalinas. Las suelas de las botas, las ruedas de los automóviles, las palas de los quitanieves y de los vecinos, los orines dorados de los perros van dejando sus huellas sobre las calles, las aceras, los jardines, robando blancura y salpicando su grosor ceniciento.
Como el pensamiento la nieve es resplandeciente cuando es virgen, fresca y se apodera de la ciudad impetuosamente. Al ocaso queda poco de ella, embarrada y cansada, derretida a base de sal y arena, vencida se transforma en agua filtrándose entre las grietas de la tierra a la espera de un nuevo día.
Así espera el pensamiento a la palabra. Cada día.