nº 47 - Febrero 2004 • ISSN: 1578-8644
Bestiario
josé morella
Escritor: aquel o aquella que consigue expresar algo de modo satisfactorio imprimiéndolo en un montón de papeles cosidos llamado libro. La clave está en el adjetivo satisfactorio o, mejor dicho, lo que entienden por satisfactorio el escritor, los lectores o la combinación de ambos. ¿Qué misteriosa aleación de factores convierte al talento latente en obra hecha? ¿Cuántos escritores no consiguen nunca expresar lo que está por expresar en su espíritu y por qué? El libro mágico que nos ha hecho pensar en todo esto es 84, Charing Cross Road, de la estadounidense Helene Hanff. No se trata de una obra de ficción, sino de una selección de la correspondencia que, durante casi veinte años, mantuvo su autora desde Nueva York con el personal de una librería especializada en libros de segunda mano de Londres, Marks & Co., cuya dirección postal da título al libro. Helene era una joven desprejuiciada y burlona, enamorada de la literatura, que trataba de convertirse en autora teatral mientras se cultivaba devorando lecturas que, dada la depresión económica en la que quedó Inglaterra tras la segunda guerra mundial, le salían más baratas pidiéndolas por correo al otro lado del océano que comprándolas en su propia ciudad. La correspondencia comenzó en 1949 y terminó en 1968, y Helene la mantenía básicamente con Frank, el encargado de la tienda, aunque el resto de empleados le escribían con más o menos asiduidad. En pleno periodo de racionamiento en Londes, la bondad o la mala conciencia de Helene comienza a enviar trozos de jamón, huevos en polvo y otras exquisiteces al personal de la tienda. Estos envíos de comida se prolongaron hasta que llegaron tiempos mejores. Mientras tanto, Frank va buscando los libros que Helene le pide y se los envía mientras ella se burla de él y de sus cartas tan formales, tan británicas. Entre ellos, con el paso del tiempo, se establece una relación de admiración y afecto a distancia, tan conmovedora que a cualquier lector con algo de sangre en las venas el libro no puede durarle más de dos horas. Las cartas reconstruyen sin quererlo un pedazo (poco escandaloso en comparación con otros) de la terrible historia del siglo XX, mezclado con la encantadora charla libresca que establecen Helene y Frank, tan distintos y tan adorables a la vez. Lo paradójico de este libro es que, siendo su autora alguien que durante toda su vida intentó ser una escritora de talento, lo único literariamente valioso que escribió en toda su vida fueron estas cartas que, para desesperación suya, jamás fueron escritas para ser convertidas en un texto literario. Lo son, y de una calidad indiscutible, precisamente porque no se lo propusieron, sino que querían ser otra cosa, tener una función comunicativa en la vida real, una función indiscutible: hablar con otras personas, pedirles libros, ofrecerles ayuda, darles aliento, burlarse de ellas, reír; comunicarse, en suma. Lo que se hace con las cartas. Vivir. La vida es lo que late en esta obra. Cuando quiso escribir, Helene Hanff no tuvo éxito. O no tenía talento o no tenía suerte. O el talento estaba allí, agazapado, esperando a que ella se despistara de sus vanidades literarias, de sus digestiones de textos para eruditos, y cuando la chica dejaba de querer ser la nueva Jane Austen y escribía cartas como cualquier hija de vecino, entonces el talento la cobijaba sin que ella se diera cuenta. Eso en cristiano se llama ángel de la guarda. O demonio meridiano, quién sabe. Quizá, en algunos casos, querer escribir impide escribir, cosa fácil para el común de los mortales que sólo escriben cuando lo necesitan sin remedio, del mismo modo que cuando necesitamos comprar el pan o preguntar una dirección hablamos con los demás consiguiendo el efecto que perseguimos: comunicar. Esto constata que la escritura, en sí misma, independientemente de la pegajosa parafernalia literaria, es mágica. Esos palitos garabateados en papel, una nota en el imán de la nevera, un e-mail, una postal pueden contener, de repente, la magia. El autor es a veces un simple instrumento. Piensen, por ejemplo, en el hecho incontrovertible de que podamos zamparnos con pasión cuatrocientas páginas del diario (retocado, es cierto) de Anaïs Nin y nos resulte insoportablemente tediosa una novelita suya de setenta páginas y de letra muy muy gorda, llena de imágenes cáusticas y de sueños de psicoanalista. Resulta interesante pensar en todo esto como un género literario: la literatura escrita para no serlo; desde el diario de Anna Frank o las cartas de Kafka hasta las quejas al defensor del lector en un periódico o las últimas palabras de un suicida anotadas en un trozo de papel. La vida es más fértil que la fantasía. Helene Hanff vivió de su escritura como guionista de televisión y ganó bastante dinero con el éxito inesperado de su correspondencia transoceánica. A pesar de eso, murió arruinada en una residencia para ancianos de Manhattan. Del mismo modo que sólo se recordará de ella un libro que nunca quiso serlo, seguramente Helene Hanff murió pensando que para miles de lectores existía precisamente por su ausencia de obra, por su manera de vivir sin conseguir crear, de convertirse en un testimonio del propio fracaso. Una mujer quijote que sublimaba su pasión a través los libros y se compadecía de los desafortunados, enviándoles su caridad en forma de paquetes de comida. Una buena persona, como casi todo el mundo. Por eso nos conmovemos al leerla: ella es nosotros.