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¿Es el espíritu una prolongación del cuerpo como es el silencio parte de nuestra conversación cotidiana? El arte tiene una magia que no podemos definir con palabras usuales si nos enfrentamos a él en silencio. Frente al ruido, la gente no se explica lo que no alcanza a entender a simple vista. Con la nada el espíritu del arte convive con el hombre a marchas forzadas. El artista tras de sí, el hombre pensando en el porqué de su vida, la sociedad que se descubre desamparada ante nuevos códigos de conducta que definen el espacio de la comunicación y el conocimiento. El cuerpo tiene hambre y sed, el alma no puede decir que tenga boca, que tenga manos, estómago, sexo o huesos doloridos. El alma busca el cuerpo después de la vida. No duele como el cuerpo, duele como la muerte que se presiente en vida, como una luz que nos pervierte cuando nos enfrentamos a la dignidad del hombre que quiso ser artista, pero no puede abandonar el cuerpo de su sed ante el hambre del arte. Ante cualquier dificultad, si es difícil ser hombre en el siglo veintiuno, imposible hablar del espíritu que nos convierte en arte, negando otro tipo de existencia. El alma no tiene peso en un mundo donde todo se intenta justificar con hechos, no posee entendimiento en un momento donde se intenta explicar lo inexplicable con palabras. Por no tener no tiene un lugar donde descansar como cuerpo, quizá su máxima sea esa, acabar con todo para empezar con algo. Con la comprensión que justifica la existencia entre las necesidades de su propia condena: en los laberintos del alma como hombre y detrás del espíritu del tiempo como arte.
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