Hay momentos en que una extraña sensación me atenaza. Siento que estoy en un lugar conocido, uno de esos pocos lugares que hacen que me sienta a gusto, y sin embargo, tengo la impresión de que se ha convertido en inhóspito. Es un sentimiento que sobreviene en momentos especialmente tensos, pero también en otros tranquilos cuando estoy a solas. El mundo se vuelve frío y extraño. Suena, al menos creo oír, algún fragmento especialmente adusto de alguno de los cuartetos de Shostakovich, pero sé que no pasa de ser una imaginación. La casa está vacía y no se escucha otro ruido que no sea el de mi respiración. ¿O acaso no es así? ¿Acaso no hay otra presencia escondida en algún rincón de la casa? ¿No tenía razón Henry James cuando nos desvelaba la presencia inquietante y angustiosa que se agazapa en El rincón feliz?
Nunca he creído en los espíritus ni en los fantasmas; es más los veo como absurdas patrañas pensadas para el amedrentamiento de almas cándidas. De lo que hablo es muy diferente porque no se trata de otras vidas, de vidas ultraterrenas, ni siquiera de la vida llamada de ultratumba. Eso de lo que estoy hablando es lo que Freud llamó siniestro, das umheiliche, y cuya mejor traducción sería lo que se sale de lo común y cotidiano. Edgar A. Poe lo formuló de manera insuperable en El gato negro: la historia más salvaje al tiempo que más familiar. Puede parecer una contradicción, pero el oxímoron subraya los dos elementos que lo componen. Lo siniestro no se puede entender sin el concurso de lo que conocemos plenamente; un contexto totalmente ajeno a nuestra vida impide su surgimiento; lo bloquea al no encontrarse con nada que le permita abrir una falla en los muros de la segura certeza. Sin contar con que el miedo es mayor si topamos con él en un contexto que nos es conocido. Freud arguye que se debe a un retorno al estrato consciente de algunos elementos reprimidos. No le falta razón si lo que se busca es explicar la conducta del inconsciente. Me parece, sin embargo, que deja algunos flancos sin cubrir, tan importantes o más que el regreso de miedos que hemos escondido o tratado de sepultar en la maraña de nuestras vidas recordadas y olvidadas.
Lo siniestro empieza a tener importancia en el Romanticismo a partir de la primera formulación de Schelling, y se manifiesta en la obra de E.T.A. Hoffmann, en la de Poe o en la de algunos otros románticos para renovarse en el arte de los inicios del siglo XX porque permite reflexionar sobre una característica esencial de la identidad que comienza a desarrollarse plenamente en la época. La obra de Poe, la de Hoffmann, el surrealismo, o algunas otras aventuras artísticas como el simbolismo o el expresionismo son la expresión de una angustia vital que se hallaba en el ambiente. Late en la obra de estos escritores y pintores la conciencia de la escisión. En contra de ciertos descubrimientos y formulaciones neurofisiológicas que postulan una total integración de las partes del cerebro, ellos se dan cuenta de que no es así y de que la personalidad humana está escindida. En algunos casos llegará a ser patológico, en otros rozará límites hasta entonces desconocidos. Lo importante no es solo hasta dónde se llegue, sino las consecuencias que trae consigo. La escisión en la identidad humana, aun en sus primeras formulaciones, implica que la persona no es un todo unitario y compacto, que hay diferentes estratos, diferentes elementos que provienen de la experiencia y de nuestra relación con los demás que nos constituyen de manera mucho más fundamental que nuestra propia vida interior si es que la expresión guarda aún algún sentido desde entonces.
Lo siniestro nos lleva también al extrañamiento de nosotros mismos. Hay momentos en que sentimos que no nos reconocemos. Hay momentos en que las seguridades que nos han blindado pierden su fuerza cuando no se desvanecen por completo. Hay momentos en que no entendemos lo que ocurre alrededor de nosotros o sentimos que no encajamos dentro de un contexto que no era familiar hasta momentos antes. Es en momentos así cuando lo siniestro aparece. Lo más estremecedor es que no es ajeno a nosotros sino que procede de nuestro ser más íntimo, de nuestra identidad que se disgrega y nos deja en la intemperie. No se trata de los miedos que regresan sino de la pérdida de un centro unificador que nos obligan a aceptar nuestra esencial fragmentariedad y composición heterogénea.