nº 46 - Enero 2004 • ISSN: 1578-8644
Bestiario
josé morella
Mario Vargas Llosa ha escrito un artículo titulado ¡Cuidado con Elizabeth Costello!, en el que acusa a este personaje de la novela homónima, y por ende a J. M. Coetzee, autor de la misma, de tener una visión cerrada de lo literario, porque Elizabeth Costello expresa la opinión de que hay cosas que no deberían ser escritas, textos que se deberían censurar. Esto lo dice después de leer una novela de temática nazi en la que se describe la muerte y la tortura con un realismo que la horroriza y la afecta terriblemente. Lo que Vargas Llosa parece no haber leído es que la misma Elizabeth Costello, más adelante, se problematiza a ella misma y se pregunta por qué siente una repugnancia tan extrema leyendo ese texto y al mismo tiempo no puede evitar sentirse excitada por su lectura. El motivo por el que opina que no debería publicarse literatura como esa está precisamente en el miedo que le produce pensar que en realidad ella ha disfrutado leyéndola. Es decir, ella tiene una parte oscura, donde pierde el control sobre sí misma. Por eso se defiende de sus propios instintos y censura la novela en un congreso. En realidad Vargas Llosa no se da por enterado de esto (aunque el texto es bastante claro) y extrae una opinión descontextualizada, separada del resto del texto, para juzgar a Coetzee y a su personaje, adulterando el sentido de la novela. Pero para qué, preguntamos nosotros. Quién teme a Elizabeth Costello. Elizabeth Costello no es la mejor novela que hayamos leído en mucho tiempo: es el mejor libro. Decimos esto porque no se trata simplemente de una historia –que lo es– sino de una especie de guía para vivir. O una antiguía, habría que decir, porque la inteligencia de su autor no caería jamás en la consigna. Reseñar este libro en dos páginas es tan inútil como reseñar la Biblia, porque eso es lo que es: una biblia de la lectura. Su protagonista, una escritora casi anciana que recibe premios y da conferencias por todo el mundo, es y no es el trasunto literario de Coetzee. Vive de un modo radical: ha aceptado la absoluta certeza del alma humana, esto es, la herida de la incoherencia. Es uno de esos personajes que no pueden soportar la hipocresía de no decir lo que piensan, de modo que se vuelven insoportables para el mundo, sobre todo para un mundo tan políticamente correcto como el nuestro. Elizabeth Costello es un nuevo Quijote por dos motivos: la lucha en soledad contra gigantes (es una radical vegetariana que defiende la tesis de que el holocausto judío no es nada comparado con el genocidio constante de los animales por parte de los hombres para comérselos) y la insoportable lucidez, la inteligencia dolorosa que la convierten en una loca para los demás y en una víctima de sí misma. Costello vive en una isla desierta, la isla de la autenticidad. Es tan auténtica que no puede dejar de analizarse a ella misma y a su propio discurso constantemente en una especie de destino de Sísifo. Por culpa de su autenticidad, deja de ser aceptada por un 99% de la población, incluyendo sus seres queridos, su familia, sus colegas. El lector recibe, con la novela, una ducha de argumentaciones lúcidas, finísimas, que hoy en día, tal y como está el percal, se agradecen como agua en el desierto. La definición mejor que se nos ocurre de Coetzee y de sus personajes es esta: nada está resuelto, todo merece una nueva vuelta de tuerca del pensamiento. No te fíes de tu propia opinión. Húndele la cabeza en el agua para ver si resiste la prueba del ahogo. No pares de pensar. Por supuesto, que te resbale la corrección política. Y esto sirve para toda la obra de Coetzee, llena de personajes solos como Robinson, como don Quijote. Eso es ser escritor en el lenguaje de Coetzee. Estar solo en la isla desierta, en la desolación de la literatura. La aventura de enfrentarse a la propia lucidez, de perderse en uno mismo. Robinson es el personaje que Coetzee usó en su discurso de recepción del Premio Nobel 2003. El discurso lleva por título He and his man (Él y su hombre). Uno no sabe muy bien si el narrador es Robinson o Viernes, pero parece que el texto sirve de metáfora del escritor. El escritor es como un hombre con otro hombre dentro de sí, o mejor fuera, que le envía informes de la realidad exterior a la isla desierta, que serían las obras literarias. Coetzee dice que esos dos hombres son como dos barcos navegando en direcciones contrarias, uno al oeste y el otro al este. O mejor, personas agarradas a la jarcia de cubierta, una en un barco navegando al oeste y otra en un barco navegando al este. Pasan cerca, lo suficiente como para llamarse con un grito. Pero el mar está movido, y el tiempo tormentoso; sus ojos fustigados por el agua de las olas, sus manos quemadas por las cuerdas de cubierta. Pasan el uno al lado del otro, demasiado ocupados para saludarse siquiera. Ese carácter doble e irresoluble es lo que caracteriza al escritor y, en última instancia, al ser humano. Perfectible, inacabado, desgarrado.