Como era de esperar la tercera parte de El señor de los anillos se ha convertido en la película más esperada del 2003. Y no hay duda de que nos encontramos ante una de las grandes aventuras del cine americano de los últimos tiempos. Grande por su carácter espectacular, de obra excelsa, llena de momentos dignos de buen cine, un producto de dimensiones extraordinarias concebido a imagen de aquellas epopeyas míticas que encumbraron a directores como David Lean o William Wyler.
Seguramente el acierto de Peter Jackson haya sido saber plasmar en imágenes el mundo mitológico y fantástico de Tolkien (cuyo libro, no olvidemos, contaba con momentos especialmente difíciles y farragosos), y construir a partir de él una increíble película de aventuras en la que los actores discurrían sabedores de su importancia, del papel que estaban ejerciendo en la historia del cine.
El señor de los anillos ha supuesto además una nueva concepción en la producción cinematográfica. Han sido tres películas rodadas como una sola, un riesgo quizá calculado que abarata los costes y facilita la cohesión interna, la identificación con los personajes y la posibilidad de rodar mucho material extra que podrá ser difundido a posteriori en feroces campañas de promoción y merchandising.
Esta concepción de tres películas como una le ha brindado al conjunto el mantenimiento de la tensión argumental y del interés que perdieron otras trilogías al identificarse cada parte como un elemento añadido al guión original o nacido a partir de éste. Es el caso de Matrix, cuya primera incursión creó unas expectativas cinematográficas que ninguna de las secuelas ha sabido mantener.
Pero es precisamente esta construcción en un bloque único lo que le ha otorgado a su vez un aspecto de monstruo autoconsciente de su propio gigantismo, cuya movilidad se veía entorpecida a ratos por minutos de sopor, de vacío creativo, de dudas interpretativas. El ritmo se perdía, al igual que lo hacían alguno de los personajes, sumidos en el desconcierto de no saber finalmente si su historia es vital para el desarrollo del argumento, o es tan sólo una anécdota más en este viaje hacia la destrucción del anillo. Aun así, El retorno del rey ha supuesto el cierre perfecto para una historia necesaria, bien planteada y mejor construida. No habrá más navidades ligadas al portador del anillo, un Frodo convertido en héroe a su pesar, ni a Sam, verdadero motor de la aventura; no habrá más voces lastimeras reclamando mi tesoro de un Gollum transformado por obra y gracia de la técnica en el personaje más logrado de la serie. No lucharemos al lado de Aragorn, ni sabremos el valor de la amistad de Legolas o Gimli, o la importancia del honor para el rey de Rohan, ni la sabiduría de los elfos, ni la terquedad de los hobitts.
No habrá más Tierra Media